México es uno de los diez países más desiguales del orbe, de acuerdo con el Banco Mundial. Esta característica negativa se expresa de forma clara en nuestra organización social y económica, e impacta de manera especial a las nuevas generaciones, que se ven en su mayoría imposibilitadas para alcanzar algún grado de movilidad social.

Esta enorme desigualdad se reedita en el ámbito universitario nacional, ya que las posibilidades de acceder a la educación superior en las instituciones públicas más importantes, como la UNAM, se incrementan cuando los aspirantes son hijos de profesionistas, egresados de bachilleratos de calidad, o provenientes de los estratos más altos de la sociedad.

Aunque lo anterior en principio sea una gran obviedad, no debiera ser un fenómeno normalizado y mucho menos aceptado por las propias instituciones educativas, ni por la Secretaría de Educación Pública. No debe tener cabida el hecho de que, al enfrentarse uno a uno en un examen de admisión para ingresar a una licenciatura, sea más probable, per se, que pase el hijo de un abogado que el de un albañil. Esto es una especie de determinismo social inaceptable.

Tenemos entonces aquí, como reflejo de las carencias e iniquidades de la sociedad, dos problemas: chicos con capacidades académicas desiguales, y que la educación ha devenido en una mercancía más accesible para quienes más tienen. En este escenario, ¿se puede competir en iguales condiciones en los exámenes de ingreso a universidades?

Académicos coinciden en que las grandes diferencias no son sólo económicas, sino también intelectuales y culturales, ante lo que se requiere poner a competir a los chicos en condiciones de igualdad. Para ello, las universidades deben buscar desarrollar pruebas que den un verdadero piso parejo a todos los concursantes, vengan de la sierra de Guerrero, de la Zona Metropolitana de la Ciudad de México o de San Pedro Garza García, Nuevo León, por ejemplo.

En este sentido, para mejorar y hacer más igualitario el acceso a la educación superior, se requiere de un diagnóstico completo de la formación con la que llegan los jóvenes a presentar su examen de ingreso. Y el problema de la equidad no termina en el mero ingreso a la educación superior, sino en que todos por igual, habiendo accedido a la misma, tengan la oportunidad, también equitativa, de permanecer y concluir exitosamente su formación.

La educación superior es —o tendría que ser— un vehículo de movilidad social, pero mientras no existan los mecanismos que equiparen desde el ingreso hasta los planes y métodos de enseñanza, así como la suficiente cobertura para todos los jóvenes, sean de la clase social que sean, estaremos reproduciendo la estratificación social y económica en el acceso a la educación superior, y por ende anulando toda posibilidad de movilidad.

Origen no es —o no debe ser— destino, y mucho menos tratándose de las oportunidades educativas de los jóvenes.

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