No me cabe la menor duda de que el problema más serio que enfrenta México en la actualidad es aquel relacionado con el narcotráfico. La mayoría de los problemas que enfrentamos, tanto a nivel político, económico como jurídico y social, tienen que ver de manera directa o paralelamente relacionada con el conflicto que el tráfico de drogas ha generado en los últimos años.

Todos aquellos focos de atención que tanto nos preocupan (como la corrupción, la impunidad, la fragilidad de nuestra democracia, el rompimiento del pegamento social, el abandono de niños y la destrucción de familias), muchos de ellos, casi todos, se han generado por la delincuencia organizada que ha tomado por asalto las calles y los barrios de muchos Estados de nuestra república.

Esto lo sabemos todos, sin embargo, las razones por las cuales sucedió esto en México no resultan tan claras para todos nosotros. Y esto se debe a que el fenómeno del narcotráfico y todos sus anexos (como la trata de personas, la explotación sexual, el secuestro y la extorsión) son producto de un gran número de factores que difícilmente permiten una lectura lineal y sencilla sobre este problema. Esto, claro está, dificulta enormemente que se encuentren respuestas y soluciones simples (no es cuestión, nada más, de fuerzas públicas, como tampoco sólo es cuestión económica, como tampoco es sólo un problema de educación, o de falta de empleos). Al ser un conjunto de factores los que permiten que fenómenos como este se generen en una sociedad, la solución no puede ser una, ni puede ser simple o sencilla. Se requiere, por el contrario, de variadas respuestas que amalgamen una solución global y conjunta que realmente resuelva el problema de raíz.

En la columna de la ocasión anterior, comenté que habíamos tenido un gran avance para la construcción de esa solución. El hecho de que el Secretario de Estado estadounidense, Rex Tillerson, haya aceptado que el problema que se vive hoy en México se debe en gran parte al alto consumo de estupefacientes en EU, implica una verdadera brecha en la construcción de una solución real. Pero esto es porque se trata de un funcionario del gobierno y no sólo por decirnos los que ya todos, de alguna forma, sabemos.

Ciertamente, desde 2015, por ejemplo, el expresidente Bill Clinton ya había ofrecido disculpas por el fracaso de sus políticas antidrogas. De hecho, como el mismo Clinton lo ha confesado en un par de ocasiones, el problema del narcotráfico en México se encrudeció cuando Estados Unidos decidió combatir y cerrar las vías del tráfico de estupefacientes por mar y por aire. Esto, sin duda, generó que la única vía para el traslado de la droga fuera por tierra. Siendo así, México pasó de ser un mero lugar de almacenaje y trasportación para convertirse en el principal productor. El narcotráfico colombiano (para fortuna de Colombia) ya no podía competir con la cercanía de México ante el principal consumidor, y esto le hizo perder liderazgo. México, en cambio, comenzó a ser el principal fabricante de drogas en la región. Como es obvio, esto generó la terrible triada: más producción–más dinero, más dinero–más poder (por medio de la violencia), más poder–más producción.

Si la responsabilidad ya había sido aceptada por Clinton, por qué no hemos puesto manos a la obra, mexicanos y vecinos, a solucionar el problema de las drogas. Pues porque Clinton admitió su responsabilidad una vez que había abandonado su oficina oval. La realidad es que el gobierno mexicano para poder construir esa compleja solución, que no puede hacerlo solo, debía esperar a la aceptación institucional; esa misma responsabilidad admitida por Clinton, pero ahora adoptada por el Estado americano mismo.

En eso consiste, me parece, el primer gran éxito que el Gobierno Mexicano ha tendido en esa materia desde hace una década. Estoy seguro que sabremos cómo utilizarlo.

Embajador de México en los Países Bajos

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