Hace tiempo que Arturo Fontaine me regaló su última novela y tras la conversación que tuvimos bordeando la playa de Zapallar, decidí no leerla de inmediato, no por creerla prescindible o mala, sino porque La vida doble me recordaría a la época agridulce de la que fui un modesto testigo, admirado y azorado ante chicos chilenos y argentinos de mi edad dispuestos a jugarse la vida regresando a enfrentar desde la clandestinidad a sus dictadores.

No pocos se quedaron en la fantasía, por fortuna, alguno se fue y regresó aterrado, sintiéndose culpable de deserción y señalado por sus camaradas por haber tirado al basurero de la historia la instrucción militar recibida en Cuba o Bulgaria. Hubo también sobrevivientes, la mayoría de los cuales reniegan no de su idealismo sino de la simetría, diría un antiguo poeta chino, de los reinos combatientes. Aunque empezó llena de las esperanzas a la vez libertarias y totalitarias del 68 y terminó sin guerra mundial, pocas décadas más canallas que los años 70. Se mataba en Vietnam y en la antigua Camboya, en Santiago de Chile y en Buenos Aires, en el cuerno de África y todos aquellos crímenes eran justificados, en uno u otro lado, en las mesas familiares. Las bajas del enemigo se festejaban lo mismo en las fiestas que en los comités de solidaridad. La violencia era la partera de la historia y su lúgubre ceremonia, aplaudida doctamente.

Por saber que la excelente novela de Fontaine (Santiago de Chile, 1952) trata de una militante revolucionaria chilena que se involucra en la guerrilla urbana durante los años más duros del pinochetismo y al caer, por segunda vez, en manos de la policía política, la “quiebran” para utilizar esa horrible palabra, con una foto de su hija, pues su verdadera identidad ha sido develada, me resistía al trago amargo. Desde luego, las primeras páginas de La vida doble (Tusquets, 2013) no pueden ser sino patibularias, como lo son, tristemente, varias de las obras maestras de las letras iberoamericanas (ficción y no ficción para decirlo con los gringos), desde El matadero y Facundo hasta La fiesta del chivo y La voluntad, pasando por Los sertones o La sombra del caudillo.

Muriéndose de cáncer en un hospital escandinavo, la agonista, más que protagonista de La vida doble, le vende su historia a un novelista para dejarle 30 mil dólares a su hija, quien vive en el Chile de la democracia. Irene o Lorena, a lo largo de la novela, no cesa de interpelar al novelista, operando como una doble conciencia. Si en la narradora el bien y el mal se enfrentan y terminan por intercambiar atributos, a Fontaine al mismo tiempo le concede el derecho de interpelarla y hacer saltar la verdad de las mentiras, como diría Vargas Llosa, tan cercano en varios aspectos al novelista chileno.

La vida doble está construida con la maestría de quien conoce bien los subgéneros literarios (para mí, anticuadísimo, lo siguen siendo), tanto el policíaco como las tramas de espionaje, pero es un estudio no sólo de mujer, uno de los mejores que se han escrito en el idioma, sino una disección de la conciencia, de la debilidad de nuestras convicciones y de los puntos (como “puntos” eran los sitios de contacto de la guerrilla urbana) donde desaparecemos.

La vida de la guerrillera convertida en agente de la contrainsurgencia será “doble” pero la persona es la misma. Idéntico es el fervor con que lee la patrística marxista durante los mil días de Allende y memoriza las citas cuando esos libros han sido quemados o escondidos a la forma en que la sapiencia revolucionaria se transforma, en cuestión de horas, gracias al efecto liberador de la delación, en experticia para aniquilar, uno por uno, a sus antiguos camaradas. No es La vida doble una novela de conversión, pues la heroína transformista, avejentada precozmente y moribunda, no reniega de los valores revolucionarios ni se adhiere, por supuesto, a los del anticomunismo feroz de la dictadura. El asunto es otro. Peor si cabe. Es la historia de alguien a quien el terror (tanto el que esperaba sin saberlo imponer como revolucionaria como el que sufre como víctima de sus perseguidores) destruye y la convierte, a merced del caos, en un instrumento al servicio, primero, de las bellas banderas, diría Pasolini y luego, de las cámaras de tortura.

Habiendo tenido la oportunidad de inculparse, una vez que es requerida por las comisiones de la verdad contra la dictadura, ella, curtida en el cinismo, decide presentarse como víctima y no como el verdugo en que también se transformó. En Suecia tiene amigas exiliadas quienes sufrieron lo mismo que ella y resistieron. No las admira. Le son indiferentes en su pétrea fortaleza. Quizá ellas tomaron la decisión que a ella la perdió (no poner a su hija bajo resguardo en La Habana) y las trata con una convicción íntima: habiendo estado en ambos bandos, cruzada de la causa primero y después hasta prostituta al servicio de sus nuevos dueños, añora la adrenalina de los años 70. La sabiduría novelística de Fontaine es no juzgarla y dejar que todos los que venimos de esa época nos miremos en su espejo. Que cada quien vea lo quiera ver.

A Arturo Fontaine, aunque tardamos años en vernos las caras, me lo dio a conocer el poeta Gonzalo Rojas. Y recordé cuando murió un amigo nuestro, uno de aquellos que regresó a Chile clandestino y no pudiendo con la misión, retornó avergonzado al exilio para morir años después en un accidente automovilístico. El poeta se reservó el asunto para la siesta y mientras mirábamos el techo después de descansar un poco, hecha mi breve catarsis, sólo me dijo a sus ochenta y tantos años de entonces: perro mundo.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses