Venezolana y mexicana, María Virginia Jaua (Madrid, 1971), mujer de letras y crítica de arte desde hace décadas en ambas orillas del Atlántico, se ha demorado en publicar su primera novela, Idea de la ceniza (Periférica, 2015) y esa demora ha sido benévola. Basada en una historia real —como dicen las películas— este texto profundo y encantador cuenta una historia de amor y oculta una agonía. No entra en detalles, la autora, en la enfermedad ni en la muerte del amado pues su tema es el duelo, visto desde una variedad de perspectivas ensayísticas en las que Jacques Derrida se convierte —vivir para ver— en un personaje novelesco que suministra abundantes matices a la narradora, despojado de sus teorías y obligado a ser voz más que deconstrucción.

No por ello esta novela es pedante o libresca. A la buena escritura, a ratos deslumbrante, la va sustituyendo un tono coloquial, el de los amantes cultos y curiosos que separados por el océano, intercambian correos electrónicos, esa forma compulsiva e imprevista de la correspondencia que rescató, a fines del siglo pasado, el polvoriento arte epistolar. Sabe Jaua, quiero pensar, que la obertura de Idea de la ceniza no podía ser otra cosa que eso y no se dejó atemorizar por los riesgos del sentimentalismo aunque la naturaleza crítica, el aura, de los amantes impide la cursilería aunque no la confesión amorosa. Suceden así los inevitables escarceos del amor que comienza: los primeros recuerdos, decisivos, el himeneo simbólico, la primera noche, los arrobos del descubrimiento, los celos inevitables al reconstruir el ayer que es hoy. El hombre se divorcia, sostiene otra relación, pero se enamora de ella y con ella va perdiendo la piel de los antiguos amores. Si tuviera que elegir un animal para identificarlo con Idea de la ceniza, elegiría la serpiente, de mordida mortal y siempre cambiando de piel.

Aunque involucrada con la crítica y la praxis (hace tiempo que no usaba esa palabra) del arte contemporáneo, Jaua posee un trasfondo modernista que se deja leer a lo largo de Idea de la ceniza. Sus devociones, a la vez, natales y mortuorias, por José Antonio Ramos Sucre y Teresa de la Parra (la correspondencia de la escritora venezolana es un secreto a voces en Idea de la ceniza), están presentes, como cómplices frecuentes, a lo largo de la novela, más interesada en el epitafio que en la deconstrucción; ésta última limpia el camposanto, lo hace transitable en una novela muy à la page en su hibridismo (ensayo, correos electrónicos, duda sistemática entre ensayar y narrar) pero profundamente latinoamericana en su feminidad. La narradora posee todos los atributos criollos de la aristocracia del espíritu: el tempo de la espera, el pudor ante el detalle, la caballerosidad que en una mujer, como diría Julio Sesto, es la elegancia al cuadrado. Hay mucho fin de siglo modernista en las maneras intelectuales y narrativas de Jaua.

Al final, en esta variación del tema de la doncella y la muerte, queda el libro que no es necesariamente Idea de la ceniza, sino otro, aquel soñado, sentimental y decadente y decimonónico que cualquiera pudo haber soñado leer o escribir. Como siempre ocurre con estos primeros libros a la vez largamente añejados pero obligados, por lo súbito, a emerger, no va a ser fácil, para Jaua, una segunda novela, que dependerá del oficio y no de la vida. La escritora no recibirá otro regalo envenenado como aquel que no se cuenta, pero seduce y duele, en Idea de la ceniza.

No puedo sino recurrir a una prosa de Ramos Sucre para terminar este elogio de María Virginia Jaua y su Idea de la ceniza:

“La virgen interrumpe la música voluble, trasunto del curso de su desvarío, y encierra el laúd en la caja de ébano, de tapa resonante.

La virgen mira el asomo de un bajel y la soltura de un pájaro desde su puente, y acude con voz sobresaltada a la incertidumbre del mensajero.”

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