La libertad de expresión —o más bien, los obstáculos a la libertad de expresión— ha estado en el centro del debate público en los últimos meses. Por una parte hemos sido testigos de los ataques violentos contra medios de comunicación y periodistas. Sólo este año fueron asesinados 7 periodistas en México, 36 desde que comenzó el presente sexenio. De acuerdo con Artículo 19, de 426 agresiones que ocurrieron en 2016 (que van desde amenazas hasta asesinatos), la mayoría (226) provino de funcionarios públicos. Es decir, tuvieron al Estado como agresor. Por otra parte, hemos presenciado el uso de cuantiosos recursos públicos para espiar a quienes son vistos como enemigos del gobierno. Un reciente reportaje del New York Times, evidenció el comportamiento criminal de funcionarios del Estado para hacerse de información de activistas, abogados que litigan contra el Estado, políticos, periodistas, y —ahora sabemos— también de funcionarios internacionales.

Tanto la violencia como el espionaje, son muestras claras de las barreras a la libertad de expresión que existen en el país. Ambos buscan callar la información y las voces que incomodan. Sin embargo, no son las únicas formas en que desde el Estado se merma la pluralidad de voces —y de información— en el espacio público. La asignación y distribución discrecional de recursos a los medios de comunicación es otra forma en que esto se hace. La publicidad oficial es una fuente de ingresos de enorme importancia para los medios de comunicación. Según el portal digital Animal Político, en 2016 se asignaron 2 mil 408 millones de pesos a publicidad oficial, pero se gastaron 8 mil 500 millones (un monto 257% mayor al aprobado por la Cámara de Diputados). A esto debemos sumar lo que gastaron los gobiernos locales. Otro informe de Artículo 19 reporta que, en 2014, de mil 767 proveedores individuales que obtuvieron contratos del gobierno federal para publicidad oficial, 10 acumularon 45% del gasto total.

No queda claro bajo qué criterios se asignan estos recursos, pero sabemos que la asignación de recursos de manera opaca y discrecional merma la libertad de expresión, generando lo que se conoce como “censura sutil”. Como señala el profesor argentino Roberto Saba, esto sucede de tres formas. Primero, en la medida en que el gobierno otorga más recursos a quien tiene ciertas opiniones y menos a quien critica; se limita el derecho a expresarse libremente. Segundo, la asignación discrecional de recursos tiene un efecto silenciador o de autocensura en la medida en que los medios tienden a mantener una línea acrítica del gobierno para no perder, o para poder acceder, a los recursos destinados a publicidad oficial. Tercero, esto lleva a que se afecte negativamente el derecho a la información de las personas que se ven privadas de una diversidad de perspectivas.

En México no existe un órgano que regule y fiscalice este gasto de millonarias cantidades. Una de las promesas de campaña de Enrique Peña Nieto fue la creación de una instancia reguladora de publicidad oficial. El compromiso 95 prometía la creación de “una instancia ciudadana y autónoma que supervise que la contratación de publicidad de todos los niveles de gobierno en medios de comunicación se lleve a cabo bajo los principios de utilidad pública, transparencia, respeto a la libertad periodística y fomento del acceso ciudadano a la información…”. Compromiso no cumplido.

La censura sutil empobrece, de forma grave, nuestro debate público y es, en consecuencia, un factor más de la degradación de nuestra vida política. Si bien es en mayor o menor medida, corresponsabilidad del gobierno y de los medios, todos los medios pueden resistir las presiones si —en conjunto— se adoptan estándares de rigor periodístico transparentes y compartidos.

División de Estudios Jurídicos CIDE
@ cataperezcorrea

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