Hace unos días circuló un video en el que la presidenta del DIF de Zacatecas (SEDIF), Cristina Rodríguez, criticó duramente un baile que realizaron estudiantes de una telesecundaria. En la representación, presentada en el marco de la feria DIFerente, varios estudiantes (la mayoría mujeres), participan vestidos con pantalón militar, blusa negra, pasamontañas negro y lentes obscuros.

“Queremos ver jóvenes bailando aquí vestidos de médicos, ingenieros, astronautas. No los queremos ver vestidos como sicarios. (…) Entendemos que los delincuentes no brotan de las lechugas, brotan de los hogares donde padres y madres se sienten derrotados y dejan de hacer su trabajo.” dijo la presidenta del SEDIF al concluir el evento.

La supervisora de la zona escolar no. 27, Evalia Núñez, respondió a la Dra. Rodríguez en una carta pública: “(…) yo presencié sus ensayos momentos antes de su presentación y no encontré nada malo en ello, al contrario se veían entusiasmados y se esforzaron porque su presentación fuera buena“, escribió. “Los alumnos utilizaron esa vestimenta tratando de imitar a los militares y no a los sicarios como usted lo mencionó.”

Medios de comunicación y redes sociales pronto expresaron rechazo frente a la postura de la presidenta del SEDIF por estigmatizar y criminalizar a las jóvenes al llamarlos sicarios por su vestimenta. Otros expresaron su apoyo, afirmando que el vestuario constituía una apología del delito y, por tanto, una afrenta a la paz social. Como suele suceder, el debate en redes pasó del plano de las razones al de los descalificativos, dejando un espacio que poco invita a reflexión. El incidente, sin embargo, muestra crudamente un aspecto de la realidad mexicana: cada vez es más borrosa la línea entre Estado y crimen, entre autoridades y delincuentes.

En el video es difícil distinguir a quiénes personifican las jóvenes, si a criminales o autoridades, pero ello refleja la realidad. Diariamente vemos en las calles a policías con los rostros cubiertos, viajando en camionetas equipadas con ametralladoras y con rifles en las manos. Vemos a militares, también cubiertos y armados, patrullando las calles en lugares donde la policía es sinónimo de crimen o negligencia. En amplias partes del país, las comunidades se han organizado y armado para protegerse contra el crimen organizado porque las autoridades —locales y federales— no cumplen con ese deber fundamental y/o están coludidas o de plano sometidas a estos. En otras partes, miembros del crimen organizado patrullan armados y uniformados, como lo hacen las policías. Autoridades y criminales se mimetizan. Los primeros se cubren el rostro, los segundos portan uniformes. (Para quienes crecimos durante los años 80, el pasamontañas era lo que permitía identificar al ladrón).

No sólo es un problema de apariencias, vivimos en el México donde policías locales detienen a estudiantes y los entregan al crimen organizado para ser desaparecidos. Un país en el que policías federales torturan y matan sin que se hagan investigaciones al respecto, basta decir que se trataba de “presuntos miembros del crimen organizado”; donde un soldado es filmado ejecutando a un civil herido y sometido pero la autoridad civil no logra aportar pruebas suficientes para procesarlo.

El combate al crimen organizado ha desdibujado la línea entre Estado y crimen, entre lo legal y lo ilegal, entre civiles y militares. En su lugar tenemos una realidad imposible de juzgar con categorías de bueno y malo, correcto o incorrecto. No sorprende que la representación que hacen los jóvenes sea confusa, cuando el referente de autoridad también lo es. El baile — y su crítica— muestran que si bien todos vemos lo mismo, entendemos cosas muy distintas. Lo único de común entendimiento parece ser la confusión entre autoridad y criminal.

División de Estudios Jurídicos CIDE.
@cataperezcorrea

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