Ya con esta me despido: aquí termino mi colaboración en las páginas de este periódico. Se acabó un ciclo. Aquí pude literalmente ensayar, divagar sin restricciones, pasear patinando, clavando pica o dudando.

Pude afocarme o distraerme, concentrarme en lo que estaba yo escribiendo o voltear hacia otra ventana, puerta o camino. Estos siete años casi dejé de escribir mi diario — sobrevivió más como bitácora—, pero aquí no les hablé de mí. Cada semana (así empecé cuando me invitaron Alejandro Páez y Jorge Zepeda Patterson), y después (con Alejandro Jiménez Martín del Campo) cada 15 días, tomé con libertad el tema, personaje, historia, anécdota, poema, película o leyenda urbana para revisarlo, y ver el presente opaco desde su prisma (a veces rompiéndome la crisma).

Hoy vivimos de noche incluso cuando es de día. Los vientos soplan atolondrados, confusos; los pillos se hacen pasar por víctimas; los abusivos se envalentonan; los deshonestos claman honestidad, ganan espacios antes considerados intocables. También las cosas siguen como antes: los servidores públicos se sirven a lo privado con la cuchara grande, y aunque se haya corrido la celosía que guardara (como en un confesionario) sus actos cacos, las cucharas con que se sirven se han vuelto caguamas. La indecencia se ha vuelto el circo ofrecido al pueblo.

Todo es confuso. Pero, virtud del exceso, la claridad viaja en automático, libre, sin recetas o consignas, porque nunca han estado las cosas más traslúcidas: ¿a quien le cabe duda de que están de la chifusca? La confianza no se apoltrona en ningún rincón.

Agradezco a este medio haberme brindado el espacio para no chirriar los dientes. Hablar, conversar, escribir por escrito, siempre tiene algo de alivio. El lenguaje contiene en sí nuestra salvación porque es nuestro único sentido, y también carga nuestras derrotas. El lenguaje es cautivero y liberación; no en balde Trump habla como un desvalido verbal, por no mencionar a otros que escupen por la boca monerías-tonterías. La responsabilidad es colectiva: nuestra era ha suplido a los héroes por los Dedinerorrápido.

Las sombras, pues, iluminan. Trump sólo tiene una cualidad: deja ver la pudrición expuesta. La paja en el ojo ajeno queda más clara que nunca. Momento de recordar que en sus principios linchaba mexicanos lo que se llamaría el Ku Klux Klan (del que Trump se acerca y se distancia en su habitual sin ton ni son); es el tiempo de recordar que en los treintas del siglo pasado, los de origen mexicano, así hubieran nacido en EU, y los mexicanos inmigrantes, fueron expulsados en masa del país del norte (el número está en debate, pero quienes más han escrito sobre el tema calculan que fueron un millón de personas. Ni pensar en cuál sería la cantidad en el Siglo XXI si las fantasías perversas de Trump —acompañado de su corte de señoritas universo, en lugar de flanqueado por una más apropiada corte de diablillos— se engrandecieran y cumplieran).

En este espacio hablé de lo que me interesaba a mí en el momento, algunas pocas veces del tema (espantoso) de la violencia desencadenada por la llamada “Guerra contra las drogas”, de la que he escrito a cuatro manos, entre otros, un libro originalmente en inglés, ya publicado en otras lenguas, y que está por aparecer en México (Narco Historia, coautoría con el Pulitzer Mike Wallace, publica Taurus, traduce Hugo López Araiza).

Muy marginalmente hablé aquí de mi más reciente novela, El libro de Ana —en la que aparece el libro perdido que, según dijo Levin, alter ego de Tolstoi en su Ana Karenina, escribió la desventurada suicida (saldrá este junio en Alfaguara en México, en Siruela en España). También escribí de lo que iba encontrando cuando escribía mi novela Texas, la gran ladronería y Las paredes hablan, y de otras que tengo en el cajón.

Me alegra ser parte de un pasado compartido con otros que publicaron aquí, como Amado Nervo. Por último, gracias a Sonia, a Yanet, a Julio, a mis colegas en estas páginas.

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