El centenar de piezas de cerámica de Francisco Toledo. Los 75 años del gran artista. Trabajadas en el Taller Canela del ceramista Claudio Jerónimo López en CaSa, en Oaxaca. En el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México. Con entambados, secuestrados, encobijados, torturados, encerrados vivos en las urnas, ajusticiados, decapitados, desaparecidos, quemados vivos. Los sin tumba, los cosidos a cordeles vía las cuencas de sus ojos, las narices. El perro que rascó la tierra, orgulloso muestra fémures humanos. El pulpo gigante itifálico acosando al hombre castrado. El caracol lleva en su concha su propia demoledora. La muerte desollando al protagonista, aún vivo: el joven, el muchacho, el que encarna a los 150 mil muertos cuyos cuerpos han tenido funeral, más los diez miles desaparecidos. Saca la cabeza de la urna que lo contiene. La mano (la única mano que le resta) se agarra al borde, intenta escapar de la fosa donde el resto de su persona fue consumida hasta las cenizas. Cenizas rojas. Nada hay aquí de las danzantes calaveras de Posada, no es la muerte de fiesta, conversando entre los vivos.

El horror en las piezas convive con la belleza de las toledianas. La complejidad de la forma de cada pieza. La sabiduría de las manos maestras del artista. El arrojo, la fortaleza, el talento enorme. Confrontar, compartir, exhibir el dolor, no dejarse devorar por él. La tragedia, rebelarse ante la ignominia.

Gran, gran Toledo.

La exposición se llama Duelo —dolor, reunión de amigos que lo comparten para acompañar el cadáver al cementerio o durante el funeral—. Pero no es “duelo”. Es furia. Indignación. No somos las plañideras. No lo aceptamos, no lo acepta el artista. La muestra no elude el sentimiento, lo multiplica, subraya que es inaceptable.

El joven (sin cabeza) baja el cierre de sus jeans, deja ver el cuerpo descarnado.

Otra pieza: como el caballero águila vestido de tal para la batalla, el joven-máquina-muerte ha sido investido-de-humano.

El águila, como otros elementos de las piezas de cerámica, alude a la iconografía prehispánica —como los bezotes, el juego de pelota, las formas animales, las vasijas, los colores—. Reconfigura la herencia visual mexicana para confrontar la crueldad contemporánea de (diría González Rodríguez) este campo de guerra. Violencia sin dioses. La pesadilla.

¿Y en visita a Arabia Saudita el Presidente entrega el Águila Azteca al mandatario que, con la fuerza directa del Estado, decapita “por ley” —como en México se decapita “ilegalmente”? (¿Lo tenían presente, que llevamos en los últimos 10 años más de 2 mil decapitados en territorio nacional?, ¿qué en Saudi Arabia decapitaron el 2 de enero a 47 hombres, entre éstos a un clérigo chiíta? ¿Se cayó en la cuenta de que apunta a una hermandad horrífica?)

El Águila Azteca está en manos de quien decretó fatwa al ajedrez —el “al-shatranj” que el islam llevó al mundo—. La prohibición de su propia grandeza. El Águila Azteca en manos de quien ordenó el arresto (cinco días antes de recibirla) del defensor (pacífico) de los derechos humanos en Saudi Arabia, Samar Badawi. Como él (lo dice Human Rights Watch), docenas de defensores de los derechos humanos están en prisión por haber criticado a las autoridades. Las autoridades sistemáticamente discriminan a las mujeres y las minorías religiosas. En 2015, Arabia Saudita llevó a cabo 158 ejecuciones, 63 por crímenes no violentos relacionados con drogas (fumar un churro es mortal allá).

También en enero recordamos y nos solidarizamos con el poeta y curador Ashraf Fayad en la Ciudad de México, como en otras decenas de ciudades el mismo día, convocados por el PEN. Nuestra Águila Azteca se arrastró al entregarse en las manos de quien emitió la orden de ejecución por apostasía en contra de Ashraf Fayad.

Nosotros no queremos ser cómplices del horror. Maestro Toledo, ¿podría usted hacerle llegar al rey saudi una canasta suya, la que contiene una montaña de orejas mochadas? Sería un regalo más apropiado.

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