El día de hoy, el Consejo General del INE discutirá y votará los dictámenes de los ingresos y gastos de las campañas que se celebraron este año en 14 entidades. Hubo 12 campañas a gobernador en 12 estados, 239 a diputados en 12 estados, 549 a presidentes municipales en 11 estados, 60 para asambleístas constituyentes en la CDMX y 366 a presidencias de comunidad en Tlaxcala. En total, los partidos y candidatos independientes recibieron un financiamiento público de 787 mdp y, según sus informes, gastaron mil 500 mdp. El INE les imputa un gasto adicional de 70 mdp que omitieron reportar. El total de multas a imponer, si lo aprueba el pleno, asciende a cerca de 400 mdp.

Los dictámenes y las resoluciones de las quejas relacionadas con el uso de recursos durante las campañas llegarán de forma oportuna a manos de los tribunales electorales locales y federales, para que los hallazgos de la fiscalización se tomen en cuenta al momento de determinar la validez de una elección. Este fue uno de los objetivos más importantes de la reforma electoral 2014: que la fiscalización de los recursos empleados en las campañas tuviera consecuencias más allá de la simple imposición de multas y que, si alguien gana a base de violaciones graves a la ley, su triunfo se anule.

Los resultados de la fiscalización de las campañas de 2016 se presentan a la opinión pública en un contexto de críticas y cuestionamientos respecto a su alcance. En un artículo publicado el año pasado, Luis Carlos Ugalde, ex presidente del IFE, alerta sobre el problema de corrupción electoral que, según ciertos indicadores, ha venido creciendo conforme las elecciones se han vuelto más competidas y el pluralismo político ha reemplazado al viejo monopartidismo. En particular, Ugalde destaca el “financiamiento paralelo” de campañas, que suele asumir dos modalidades: desvío de recursos públicos de funcionarios y aportaciones de proveedores; unos con la intención de perpetuarse en sus cargos y otros en busca de jugosos contratos.

Pero cabe aclarar que el sistema de fiscalización administrado por el INE fue diseñado para proteger lo que se conoce como la “equidad de la contienda”, no para detectar, prevenir y sancionar la corrupción electoral. Las reglas de equidad que tenemos en México son de las más complejas del mundo. Establecen un esquema generoso de financiamiento público. Ponen topes de gasto de campaña. Limitan las fuentes privadas de financiamiento a personas físicas y además fijan topes estrictos a los recursos que se pueden recabar por este concepto. En suma, son normas pensadas más con el fin de conseguir la aceptación de los resultados electorales —particularmente por parte de los perdedores— que con el propósito de combatir los problemas de corrupción propios de una democracia. Vigilar su observancia requiere de instrumentos sofisticados y costosos.

Cuando el INE detecta propaganda o eventos de campaña y los partidos no pueden dar cuenta de ellos, procede a sancionarlos como “gasto no reportado” o “aportaciones de origen desconocido”. De igual manera, si identifica el uso de recursos públicos en campañas, multa al partido beneficiado y da vista a la “autoridad competente”. En la gran mayoría de los casos, las vistas simplemente se archivan. Pagan las instituciones, pero las personas responsables quedan impunes.

Al fiscalizar las campañas electorales, el INE actúa principalmente como guardián de la equidad. Entrega resultados regularmente, que se traducen en multas millonarias a los partidos políticos. Pero a pesar de las sanciones y la ocasional anulación de elecciones, el malestar de la opinión pública persiste, y con razón. La joven democracia mexicana demanda no más equidad de la contienda, sino menos corrupción electoral. Y este mal distinto requiere también una medicina diferente. La cura pasa por una reforma al código de delitos electorales, por el fortalecimiento de la fiscalía especializada y por la supresión de los obstáculos que impiden su actuación eficaz.

Consejero electoral del INE

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