Donald Trump ha sido presidente cinco meses, por lo que es aún difícil predecir cuál será el saldo de su gestión. Pero lo que sí ya es patente a estas alturas es que representa un evento transformador. Más allá del impacto que tendrá o no para la salud democrática estadounidense, Trump ha revolucionado nuestras concepciones acerca del papel que puede —y debe— jugar Estados Unidos en el sistema internacional y de los valores que se supone detenta en el mundo. Y si bien la dinámica de los dos viajes internacionales del mandatario estadounidense hasta el momento ha sido preocupante, sus secuelas podrían ser desastrosas.

El primero de ellos en mayo a las cumbres del G7 y la OTAN y ahora este segundo viaje que acaba de concluir a la del G20 han mandado una señal inequívoca: Trump no tiene apetito alguno —o capacidad— para liderar en el mundo. No nos debería sorprender. Durante la campaña ya había advertido que su política exterior estaría articulada con base en dos premisas: volver a EU “impredecible” y hacer las cosas con base en la doctrina Sinatra, es decir, a “mi manera”. Pero ya hay un costo inmediato a estos primeros meses de política exterior Potemkin. El presidente ha logrado aislar a su país, confundir y alienar a aliados y socios y mermar el papel de EU en el mundo. Por primera vez en la historia moderna, EU tiene un líder que desprecia el legado estadounidense en la construcción de un sistema internacional liberal de posguerra. Su mantra neo-aislacionista de “América primero” marca un profundo cisma con ideas y principios que EU ha impulsado desde 1945 y apunta a una versión autoritaria del destino nacional, en la cual el mundo —marcado por un choque de civilizaciones— es blanco y negro, dividido entre progresistas sociales y globalistas —a quienes detesta— y conservadores sociales y nacionalistas chovinistas, a quienes apoya. Es más, Trump claramente parece preferir interactuar con autócratas. Y en un artículo publicado recientemente en el Wall Street Journal y que fuera acremente cuestionado en EU y Europa, el asesor de Seguridad Nacional de Trump, HR McMaster, y el director del Consejo Económico Nacional, Gary Cohn, describen al mundo no como una comunidad global sino más bien como una arena en donde las naciones compiten. Al enarbolar para el país más poderoso una visión hobbesiana del mundo, Trump prácticamente garantiza reciprocidd hobbesiana por parte de todas las demás naciones hacia EU.

El gran imponderable en este momento es si Trump infligirá daño irreparable al sistema internacional antes de que deje el poder, y si su propensión natural por el conflicto puede ser contenida. El escenario más problemático es que Trump acelere el colapso del sistema internacional basado en reglas que se ha venido construyendo particularmente a partir de 1989, y minando de paso la capacidad estadounidense para incidir de manera eficaz y con legitimidad en las relaciones internacionales. El escenario más optimista es que el vacío de poder que está dejando EU sea ocupado de manera constructiva por otras naciones, como parece ser el caso con Europa y China en materia de cambio climático. Pero sea cual fuere el resultado, la era Trump debe prepararnos a todos para enfrentar las consecuencias de un potencial final del orden de posguerra liderado por EU.

No abogo a favor de un sistema internacional dominado por EU y tal vez convenga, como apuntan algunos, tomar el fin gradual de la Pax Americana con cierto grado de optimismo. Ningún sistema imperial dura para siempre, y un orden internacional que era, si no deseable, necesario para navegar el caos y horror de la posguerra y los peligros de la larga confrontación entre dos superpotencias nucleares pudiera ya no ser hoy adecuado, erigiéndose en un obstáculo al surgimiento de reacomodos globales positivos. Pero tampoco hay que olvidar que el resultado —y uno de los dilemas— del repliegue de imperios suele ser la violencia y la tensión geoestratégica entre potencias del estatus quo (Esparta, España, Gran Bretaña o EU) y potencias retadoras al alza (Atenas, Inglaterra, Alemania o China). Desde el fin de la Guerra Fría, más que la existencia de un orden mundial, conviven una serie de ordenes regionales donde los equilibrios se mantienen a través de alianzas con EU y de un sistema internacional basado en reglas. Si ambos se colapsan, el mundo entrará en una fase peligrosa y volátil, sobretodo en Asia oriental y Europa oriental. Además, un orden post-estadounidense encierra enormes problemas. Para países como el nuestro, que al no ser potencias militares o económicas dependen de un sistema internacional basado en reglas que atan de manera consensuada y mutua a las naciones, la erosión de influencia estadounidense puede ser en perjuicio de nuestras sociedades y los paradigmas de apertura, tolerancia y libertades fundamentales que nos son tan esenciales.

Consultor internacional

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