Aunque la Tierra de hoy es diferente a la de hace uno, dos o más siglos, lo que a ella le pasa, le sucede a sus habitantes —humanos, animales, plantas— y a sus contenidos: agua, aire, tierras. La palabra catástrofe, tal y como lo explica Ernesto Garzón Valdés (Revista Nexos, No. 372, diciembre de 2008), se utiliza para “designar la desgracia, el desastre o la miseria provocadas por causas naturales que escapan al control humano”. Aunque no dudo que los expertos en la “vida de la Tierra” aduzcan con razón que algunos ciclones, terremotos, maremotos y erupciones volcánicas se deban a las actividades desenfrenadas de nuestra especie contra la Tierra, la realidad es que, sea cual sea el origen, esos fenómenos corresponden al rubro catástrofes.

Calamidad, siguiendo a Garzón, denota “aquella desgracia, desastre o miseria que resulta de acciones humanas intencionales”. Agrego: cuando se habla de calamidades es imposible soslayar descuidos, hurtos, mala preparación y negligencia.

La cruda realidad nos ha mostrado que las catástrofes afectan, la mayoría de las veces, más y con más saña, a la población vulnerable y pobre. La falta de protección gubernamental, la corrupción endémica, los hacinamientos, la edificación de pueblos en sitios inadecuados propios de deslaves o inundaciones, aunado a la falta de equipo gubernamental para prever y/o avisar con tiempo a la población de posibles catástrofes, convierten a los pobres en víctimas. Víctimas por tres razones: por su pobreza, por negligencias gubernamentales y por la Naturaleza.

Siempre ha habido catástrofes, son parte de la vida de la Tierra. Su crudeza ha aumentado al igual el número de pobres, su mala ubicación, su falta de oportunidades y el número de políticos desaseados cuya compulsión por hurtar carece de límites. México como triste ejemplo: quienes mueren son pobres afincados en barrancas, vecinos de gaseras, habitantes de inmuebles mal construidos, muchas veces por dependencias gubernamentales. Las catástrofes no son evitables; la magnitud de los daños puede y debe disminuirse: mucho depende del gobierno.

Las calamidades, a diferencia de las catástrofes, son evitables. En los países ricos “casi” no las hay; los políticos o no roban, o roban poquito. El Estado invierte en su gente, en su Tierra, en su nación. En esos países los impuestos sí trabajan. ¿Quién, en qué sexenio priísta dijo “Nuestros impuestos están trabajando”? Quien haya sido mintió. Al igual que sus contertulios tricolores: “La solución somos todos”, fue la promesa de Miguel de la Madrid; “Arriba y adelante”, fue el grito de batalla de Luis Echeverría, mientras que José López Portillo, optimista pese a él, nos embelesó al ofrecernos “Administrar la abundancia”. Ninguna de las premoniciones priístas ha sido cierta. Hay una relación directa y perversa entre pobreza, calamidades y corrupción. De nuevo, México como ejemplo.

Las calamidades se han incrementado ad nauseam. Parecen no tener fin. Desde las muertes de 32 bebés en el cunero del Hospital General de Comitán (2003), cuyos decesos se debieron, de acuerdo a la versión oficial, a un “exceso” de nacimientos en la población indígena (las comillas son mías, la aseveración procedía del gobierno encabezado por Pablo Salazar Mendiguchía), así como los decesos, el mismo año, de seis bebés en Tlaxcala y 25 en Querétaro, por infecciones, y las muertes de 21 recién nacidos en 2016 en el Hospital Regional Número 1 del IMSS, en Culiacán, Sinaloa, por problemas de higiene y un muy, muy largo etcétera.

Calamidad constante, imparable, que mata sin cesar y de la cual nunca sabremos el número exacto, es el de los mexicanos “indocumentados”, quienes, al intentar cruzar hacia Estados Unidos, mueren asfixiados en los camiones de los polleros, en el río o en los desiertos de Arizona.

En julio 2017, víctimas del gobierno actual, fallecieron Juan Mena López y su hijo Juan Mena al caer con su vehículo en un socavón en el Paso Exprés de Cuernavaca, rebautizado como El Paso de la muerte. De acuerdo a versiones no oficiales, se calcula que han muerto al menos 21 personas y se han contabilizado 80 accidentes. Asimismo, debido a la corrupción, la obra, que inicialmente iba a costar mil 45 millones 857 mil pesos, se duplicó, siendo el monto final 2 mil 213 millones de pesos, a lo que debe agregarse que el Paso Exprés se inauguró 128 días después del plazo establecido y sin concluir (la ecuación es lógica: entre más se retrase la obra más oportunidad de robar).

Desde hace muchas décadas el gobierno sufre una grave epidemia, la “epidemia de no reconocer”. La inmensa mayoría de nuestros gobernantes la padecen y no saben que la padecen. Si no recapacitan, las calamidades continuarán reproduciéndose. En México el número de calamidades supera a las catástrofes. Quizás Freud diría que hay una tendencia gubernamental, entre consciente e inconsciente, de infligir daño.

Notas insomnes. ¿Qué le dijo y que le dirá el gobierno a Adela Soledad Romero López, esposa y madre de las víctimas del socavón, y a las nuevas Adelas?

Médico

Google News

Noticias según tus intereses