Los impuestos del tiempo son impagables. Ahí está la vejez, la memoria que olvida, las piernas trémulas, las palabras inseguras. Con el paso de los años llegan enfermedades y después la muerte. Morir es el impuesto final por haber nacido. De muchas humillaciones escapa el ser humano. De las humillaciones propias de la vejez casi nadie se salva; de las provocadas por algunas enfermedades como la esclerosis lateral amiotrófica (ELA) no hay quien lo logre.

Librar la muerte con dignidad es posible. Hacerlo, a pesar de los discursos decimonónicos de políticos iletrados y religiosos desaseados es factible. Recurrir a la libertad y a la autonomía, bienes supremos del Occidente libre, son pilares y armas para atemperar la estulticia del Poder. Admiro profundamente a E. M. Cioran, pero no concuerdo con la siguiente idea, “¿No ha llegado ya la hora de declararle la guerra al tiempo, nuestro enemigo común?”.

Contra el tiempo siempre perdemos. Ahí está la muerte, ahí están los cementerios y los túmulos de los seres queridos. Están también incontables reflexiones de grandes filósofos sobre ella, buscando explicarla y comprenderla. Reflexiones profundas para suavizar el adiós; reflexiones útiles cuando uno es el actor. Ante su majestad la muerte no busquemos unicidad. Fomentemos el pensamiento individual. Después de todo, la muerte es el evento más personal en la historia de cualquier ser humano y la muerte, por decisión propia, es la máxima expresión de libertad a la que puede aspirar el ser humano.

Decidir morir sin ayuda médica es un suceso terrible que nos concierne a todos. Hacerlo en soledad, con premeditación, es un evento que reta a todo librepensador. Sólo en los siete países donde la eutanasia y/o el suicidio asistido son legales, las personas que buscan ayuda mueren dignamente (imposible saber cuántos médicos ayudan a morir en países donde la eutanasia no es legal).

La legalización de la eutanasia y sus avances en países pioneros como Holanda y Bélgica se debe a movimientos provenientes de la sociedad civil. El reciente caso de José Antonio Arrabal, ciudadano español, víctima de ELA, ilustra primero su entereza y valentía —mi profunda admiración— y el divorcio entre sus certezas —morir con dignidad— y la ausencia de un Estado y un sistema médico protector. Su caso será, así lo deseo, parteaguas y acicate para empujar en España y en otras naciones el derecho humano de morir como ser humano.

La ELA es una enfermedad degenerativa que afecta a las células neuronales —motoneuronas— encargadas del funcionamiento muscular; cuando las motoneuronas mueren sobrevienen parálisis musculares progresivas. Los enfermos víctimas de ELA sufren una tragedia inmensa: mientras que poco a poco las funciones musculares se atrofian, la capacidad intelectual permanece intacta. Ese divorcio, pacientes mentalmente competentes y físicamente incompetentes, deviene dolor emocional inenarrable. Conforme pierden sus funciones motoras aumenta la angustia. La supervivencia oscila entre tres y cinco años. En síntesis, es una enfermedad devastadora.

En agosto de 2015, cuando José Antonio Arrabal tenía 57 años se le diagnosticó ELA. Convencido por la progresión de la enfermedad y por la ausencia de apoyo médico —eutanasia— decidió, como lo explica la prensa, finalizar su vida motu proprio. En el video que él mismo filmó, explica, antes de ingerir los medicamentos que compró vía internet, las razones para acabar con su vida con dignidad: “Ya necesito ayuda para darme vuelta en la cama, para vestirme, para desnudarme, para comer, para limpiarme. Sólo puedo beber con una pajita en una taza de plástico…” “necesito ayuda para respirar, sobre todo por la noche… “Lo que me queda es un deterioro hasta acabar siendo un vegetal. Y yo he sido siempre muy independiente. No quiero que mi mujer y mis dos hijos hipotequen lo que me queda de vida en cuidarme para nada”. Y remata, “…tengo que adelantar mi muerte. Me indigna tener que hacerlo en la clandestinidad, solo. La falta de una ley de eutanasia me obliga a hacerlo”.

Arrabal se suicidó antes de lo que hubiese deseado por temor: no quería que la enfermedad le impidiese mover la única mano que aún funcionaba; dependía de ella para coger los medicamentos. Y lo hizo en la soledad más absoluta; para no comprometer a su familia escogió el día cuando saldrían de casa. Dejó todo por escrito.

Notas insomnes. José Antonio Arrabal se suicidó totalmente solo, en forma clandestina. Su valentía debería servir para que en muchos países, incluyendo México, se legalice la eutanasia.

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