A la memoria de Arturo González Cosío

Además de la pasión por la literatura y la política, compartí con Arturo González Cosío el gusto por el ajedrez. A diferencia de la calidez con que obsequiaba su amistad y sus disquisiciones, al sentarse frente al tablero afloraba su veta más competitiva. Aunque nunca lo vi perder la compostura, mis recuerdos más vívidos lo sitúan las tardes de los sábados con la mirada fija en el rostro de su oponente, como si quisiera abismarlo.

La perseverancia de Arturo fue una de sus características más entrañables. Su inteligencia y su talento artístico eran admirables, pero su obstinación lo obligaba a perfeccionarse en las habilidades más diversas. Logró disciplinar su escritura poética para asimilarla al haikú y adiestró su memoria para que fuera fiel cronista de sus viajes. La obsesión por afinar su juego, a la que se dedicó con una minuciosidad casi marcial, lo aproximó a la estirpe de Juan José Arreola y Luis Ignacio Helguera, esos seres movidos por la enigmática fascinación de un campo de batalla compuesto por 64 escaques y 32 piezas.

La tradición ajedrecística, de origen impreciso, ha inculcado en sus más altos exponentes la cercanía con la fatalidad. Los ejemplos abundan: jóvenes talentos que rompen amarras con la cordura y se retiran prematuramente, campeones que envejecen agobiados por revelaciones metafísicas y una notable lista de suicidas.

Gracias a Arturo descubrí que, como bien dijo Helguera, el ajedrez requiere buen cerebro y buenas posaderas. A la par de esa lección me adiestró en las manías propias de los maestros y aficionados mexicanos. Uno de los más notables de la primera categoría, el yucateco Carlos Torre Repetto, era un esteta que prefería una gran exhibición antes que la victoria.

Nosotros, que siempre fuimos amateurs, comprendimos que ello no nos eximía de protagonizar grandes partidas. Arturo halló en Arreola a uno de sus mayores contrincantes. Con vehemencia me platicaba las interminables contiendas que sostuvo con él y cómo fraguaron un vínculo imperecedero; prueba de ello es la dedicatoria que inaugura el Bestiario de Arreola.

Sospecho que Arturo tuvo estupendos rivales entre sus amigos poetas: Eduardo Lizalde, Enrique González Rojo Arthur, David Orozco Romo y Marco Antonio Montes de Oca. Imagino que en sus reuniones, además de la buena comida y el buen vino, estaba presente el llamado a la belicosidad metafórica y adictiva del alfil y el caballo.

No tengo registro de que Arturo haya participado en torneos oficiales, pero de haberlo hecho, no dudo que habría destacado por su pericia y por sus excentricidades. Obcecado, habría puesto a prueba la concentración de sus oponentes incluso bromeando con ellos. La amenidad con que formulaba sus chistes —que siempre alternaban las referencias más cultas con las más mundanas— hizo que Montes de Oca lo describiera como un perpetuo adolescente.

Walter Benjamin, en la primera de sus tesis sobre el concepto de Historia, imagina que existió un autómata construido para enfrentar a cualquier ajedrecista y vencerlo. En realidad se trataba de un muñeco sentado frente a un tablero que era operado desde su interior por un enano encorvado maestro en el juego. El propósito ulterior de la alegoría de Benjamin era desenmascarar que, en todo discurso amparado por el materialismo histórico subyace un componente teológico que es preciso identificar para advertir de los riesgos del mesianismo revolucionario. Me deleita creer que Arturo, hombre docto en historia, filosofía y política, habría desenmascarado al actor benjaminiano en sus primeros movimientos, tal como lo hizo con los dogmatismos radicales que se proclamaron redentores del mundo occidental.

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