Desde la Colonia, en nuestro país se concibió al matrimonio como un sacramento indisoluble, celebrado entre un varón y una mujer, que estaba regido exclusivamente por la autoridad eclesiástica.

El primer cambio de paradigma se dio con la promulgación de la Ley del Matrimonio Civil de 1859, misma que lo modificó y lo convirtió en un contrato. Los Códigos Civiles de 1870 y 1884 ratificaron esta concepción, aunque dejaron a salvo la indisolubilidad del acto y establecieron la ‘separación de cuerpos’ como única alternativa para las parejas desencantadas.

Múltiples conflictos surgieron por la imposibilidad de disolver el vínculo. Uno de los más visibles fue el del adulterio, que derivó en la proliferación de las llamadas “casas chicas”, familias que no estaban unidas legalmente en las que crecían hijos con derechos limitados. El 1 de julio de 1906, Ricardo Flores Magón planteó los problemas de reconocimiento que padecían los  hijos naturales: “Establecer la igualdad civil para todos los hijos de un mismo padre es rigurosamente equitativo. Todos los hijos son naturalmente hijos legítimos de sus padres, sea que estos estén unidos o no por contrato matrimonial. La ley no debe hacer al hijo víctima de una falta que, en todo caso, sólo corresponde al padre”.

Sin embargo, los planes políticos que sustentaron la Revolución no contemplaron modificaciones significativas en lo concerniente al matrimonio. Aunque tampoco fue un tema prioritario en la agenda constitucionalista, Carranza promulgó, en medio de la lucha armada, la Ley del Divorcio Vincular el 29 de diciembre de 1914.

La atención repentina que se le dio al divorcio tiene su raíz en una de las prácticas más arraigadas en la idiosincrasia del mexicano y que ha sido uno de los motores de nuestra historia: el influyentismo.

Aburrido de su vida marital, el ingeniero Félix F. Palavicini, miembro de la cúpula carrancista, expuso su deseo de liquidar su matrimonio para dar rienda suelta a sus amores con una cubana, quien le exigía que se casara con ella. Con la mejor disposición, don Venustiano hizo posible que su amigo lograra su cometido. Así, se consumó el primer divorcio en México el 2 de octubre de 1915.

Uno de los opositores más radicales a su puesta en práctica fue el abogado Eduardo Pallares. Su principal argumento en contra fue que no creía que la nueva ley cumpliera una función social moralizante. Sin embargo, el destino le tenía preparada una vuelta de tuerca, pues a dos años de haberse casado, su esposa abandonó misteriosamente el hogar conyugal. Primero se creyó que la habían secuestrado, después se supo que había huido con su amante, por lo que Pallares decidió, pese a sus reticencias, tramitar un divorcio que apenas tardó 15 días en concluirse.

Ya integrado como práctica común, el divorcio fue simplificándose hasta que, a finales de 2008, se determinó que bastaba con que uno de los cónyuges lo deseara para obtenerlo. Esto provocó un incremento exponencial que el gobierno de la capital buscó contrarrestar aumentando los requisitos para casarse, entre los que incluyó la asistencia a cursos prenupciales que serían impartidos, para nuestra sorpresa, por personal del Registro Civil, bajo la premisa de que si nos ilustran sobre las conveniencias del matrimonio, nos divorciaremos menos. A la fecha, no ha quedado clara la utilidad de esta disposición.

A pesar de que la lista de los ordenamientos que se han creado  ex profeso  en beneficio de particulares es enorme, también es cierto que dichas normas han contribuido al fortalecimiento de la legalidad. Pese a ello, nuestro deber como sociedad consiste en desenmascarar los intereses que se disfrazan de leyes.

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