Es innegable que la legislación mexicana, a pesar de sus pifias y tropiezos, ha procurado depurar los ordenamientos que subordinaban a la mujer. Tal fue el caso del Código Civil de 1884, que le exigía obediencia a su esposo al tiempo que le impedía contratar y disponer de sus bienes y propiedades.

Quizás el parteaguas más importante en lo referente a la igualdad de derechos fue la aceptación del sufragio femenino, acontecida en 1953. A partir de esa fecha, en la mayoría de los textos legales se ha adoptado una concepción incluyente de ciudadanía sin distingos de género, excepto en casos especiales, como el de la Ley General de Acceso a las Mujeres a una Vida Libre de Violencia.

Otro acontecimiento que marcó un hito en las luchas femeniles fue la proclamación del Día Internacional de la Mujer, reconocido por las Naciones Unidas a partir del 8 de marzo de 1975. Ocurrió, además, que la primera celebración se llevó a cabo en la Ciudad de México, por lo que el desacreditado gobierno de Luis Echeverría aprovechó la ocasión para publicar un paquete de reformas en pro de la mujer, mismo que sirvió más como ardid publicitario que como un espacio para reflexionar en torno a la discriminación y sus implicaciones históricas y políticas.

El tiempo se ha encargado de abrir nuevos espacios a su participación y, al día de hoy, la mujer mexicana, como el hombre, puede ejercer sus derechos sin restricciones de ley. Sin embargo, esta igualdad jurídica no ha subsanado en su totalidad las injusticias de la vida cotidiana, basta con tener acceso al torrente informativo para constatar la vigencia de múltiples conductas que lastiman la dignidad femenina.

Además, su inclusión no se ha consolidado a cabalidad en dos de los frentes más celebrados del panorama cultural: la pertenencia a El Colegio Nacional y la obtención de la Medalla Belisario Domínguez.

En el primer caso, desconcierta la desproporción entre la cantidad de miembros de uno y otro género, pues de los 98 integrantes que la institución presume, sólo tres han sido mujeres. En la declaración de principios de este organismo colegiado, Alejandro Gómez Arias advirtió que el principal objetivo era “reunir a los hombres más destacados de (la) patria”, pues “no todo es obscuro ni gris; (si) existen hombres superiores a quienes México tiene gratitud por lo que a México han dado y por lo que han hecho por México”. ¿Acaso estamos en presencia de una conjura intelectual decidida a privilegiar a los varones? ¿O es que no hay en el largo y ancho del país más mujeres que reúnan los méritos para ser postuladas? Sirvan estas preguntas como la punta de lanza de un debate más profundo.

Los antecedentes de la Medalla Belisario Domínguez, el reconocimiento más importante que otorga nuestro Estado a los mexicanos, son también desalentadores, considerando que la última galardonada fue Griselda Álvarez en 1996. Si la convocatoria se fundamenta en el deseo de “premiar a quien se haya distinguido por su ciencia o virtud en grado eminente y como servidores de nuestra Patria o de la humanidad”, y el jurado está constituido por senadores, ¿qué legitimidad tienen los ganadores frente a la ciudadanía? ¿Quién decidió que la “obra” de Fidel Velázquez —premiado en 1979— tiene más valía que la de, por ejemplo, Rosario Castellanos?

La última mujer considerada para esta presea fue Ifigenia Martínez en 2014, ya que, como usualmente ocurre en nuestro sistema de cuotas partidistas, le correspondía al PRD elegir al ganador. Los acontecimientos dieron un giro inesperado en las postrimerías de la entrega, pues se temía que la economista dirigiera un discurso contra Peña Nieto; por lo que se negoció otorgársela a Eraclio Zepeda, hecho que sorprendió a propios y a extraños, toda vez que es la única ocasión en que un escritor ha recibido la Belisario Domínguez y el Premio Nacional de Ciencias y Artes en Lingüística y Literatura en un mismo año.

No estoy a favor de las consideraciones de género en el ámbito de los reconocimientos a una obra o trayectoria, pero pienso que una democracia se enriquece si ofrece a sus gobernados un principio de educación común e igual aspiración a la excelencia.

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