Desde los tiempos más remotos se tiene memoria del espionaje como instrumento esencial en el ejercicio del poder. Una técnica que otorga al victimario una ventaja formidable sobre la víctima: se acerca a su intimidad, conoce su lado oscuro, identifica sus vulnerabilidades y anticipa sus movimientos.

Pero esta práctica, que en nuestro sistema jurídico reclama la autorización de un juez, debiera estar limitada a los fines más altos del Estado: preservar la seguridad nacional y contribuir al desarrollo del país, lo que incluye la observación de los grupos real o potencialmente disruptivos (delincuencia organizada, subversión política) y el apoyo a las fiscalías en la investigación de los crímenes que lastiman a la sociedad: secuestros, extorsiones, latrocinios...

En 1947, durante la administración del presidente Miguel Alemán, y casi simultáneamente al nacimiento de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de Estados Unidos, se crearon la Dirección Federal de Seguridad (DFS) y la Dirección General de Investigaciones Políticas y Sociales (IPS), dependientes de la Secretaría de Gobernación. Con el tiempo, la DFS experimentó una degradación que la llevó a proteger narcotraficantes como Rafael Caro Quintero, el caso más sabido. La DFS espiaba a opositores, figuras públicas y periodistas. Así debió enterarse de que Manuel Buendía investigaba sus nexos con el narcotráfico; por eso decidieron asesinarlo.

En 1985, luego de revelarse la descomposición de la DFS y ante las presiones del gobierno norteamericano, el presidente Miguel de la Madrid ordenó la desaparición de los dos órganos de inteligencia civil del Estado mexicano.

En los años recientes, los instrumentos para intervenir las comunicaciones se han sofisticado y ya no están exclusivamente al alcance de los gobiernos sino de quienes cuenten con los recursos para adquirirlos. En Estados Unidos, las llamadas Spy Store los ofrecen al público sin restricción alguna. Por eso no sorprende que diversos medios de comunicación hayan difundido en los últimos años los contenidos de grabaciones ilegales que revisten interés público.

Un fuerte golpe a la credibilidad del consejero presidente del INE, Lorenzo Córdova, fue la difusión de una llamada con Edmundo Jacobo, secretario ejecutivo, en la que hacía mofa de un líder indígena. Para algunos, el comportamiento timorato de esta institución se explica, en parte, por las grabaciones comprometedoras de miembros del Consejo del INE en poder de algún actor no identificado.

Vieja práctica conocida por todos, el espionaje ha vuelto a adquirir relevancia en estos días porque The New York Times, el periódico más influyente del mundo, publicó un reportaje en el que parece concluirse que el gobierno mexicano utiliza un programa israelí, Pegasus, diseñado para la lucha anti-terrorista, para espiar a personalidades real o potencialmente antagónicas al régimen, pero también a otros muy cercanos. Sobresalen entre los espiados, la valiente periodista Carmen Aristegui y su hijo adolescente, así como defensores de los derechos humanos o críticos de la corrupción gubernamental.

Los instrumentos tecnológicos en esta materia han sido adquiridos, desde hace muchos años, por varias dependencias del gobierno federal y por algunos gobiernos estatales. Vale recordar que hace algunos años fue descubierta, en Naucalpan, una oficina clandestina dispuesta por el gobernador Arturo Montiel, desde la cual se hacían intervenciones telefónicas no sólo a adversarios sino también a aliados.

Sin embargo, en muchos casos estas herramientas no se han usado para sustentar las investigaciones de bandas criminales ni para indagar a gobernadores corruptos que han saqueado las arcas públicas y enajenado a precios de ganga el patrimonio de sus estados. Tampoco para desarticular y llevar a prisión a los integrantes de las bandas que asaltan en las carreteras o que “ordeñan” los ductos de Pemex. Esas cuantiosas inversiones no han servido para abatir los niveles de inseguridad porque son distraídos, como ocurre en gobiernos autoritarios, para espiar a sus ciudadanos.

Los operadores de las intervenciones y sus jefes llegan a experimentar un placer morboso: el que deriva de la posibilidad de conocer la vida de los otros; de tener la ventaja ilegal de saber qué están investigando y cuál será su papel en las denuncias por venir… Con esas herramientas ilegales, además de la “filtración” de la información obtenida con ellos, los gobiernos buscan intimidar a las voces críticas. Es un juego sucio, la pornografía del poder, impropio de un gobierno que se llama democrático.

Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario.
@alfonsozarate

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