Un grupo de jóvenes es detenido ilegalmente por la policía. Acto seguido, son entregados a un grupo criminal. No vuelven a ser vistos con vida. Suena familiar, ¿no? Suena a Iguala, huele a Iguala. Salvo que, en esta ocasión, sucedió en la costa contraria, en el estado de Veracruz, en el municipio de Tierra Blanca. Y resulta que la policía en cuestión, la que detuvo y desapareció a los jóvenes, no es una corporación municipal. Se trata de la policía estatal.

Este incidente tiene potentes implicaciones para el debate en curso sobre el llamado Mando Único y la propuesta, presentada en 2014 por el presidente Enrique Peña Nieto y avalada recientemente por la Conago, de eliminar todas las policías municipales.

El mejor argumento a favor de la centralización de las funciones policiales es que, en principio, resulta más fácil reformar 32 policías estatales que mil 800 corporaciones municipales. Pero si es relativamente fácil, ¿por qué no hay un mayor impulso reformista en las policías estatales? ¿Por qué son tan reacias al cambio? El incidente de Tierra Blanca no es el primero de su tipo en Veracruz. En agosto de 2013, su policía estatal se vio implicada en la presunta desaparición de 20 personas en Atoyac, una pequeña comunidad rural en el centro del estado. La respuesta a ese grave hecho fue la negación, no una investigación, y mucho menos el fortalecimiento de los controles internos.

Ese hecho ilustra un asunto toral: en la transformación de las policías, la cuestión clave no es la coordinación o el mando, sino la rendición de cuentas. Si las policías no tienen que enfrentar las consecuencias de sus actos, la corrupción y los abusos de derechos humanos proliferan inevitablemente. Pero la rendición de cuentas de la policía requiere un sistema político con sólidos frenos y contrapesos. Si los políticos no tienen que pagar un costo cuando las fuerzas policiales cometen atropellos o se muestran incompetentes, no harán nada para transformarlas. Y nada es nada.

Eso es un problema para el argumento de la policía estatal única. En varias dimensiones, los controles democráticos son mucho más débiles a nivel estatal que en el espacio federal o en los municipios. En buena parte de la geografía nacional, los gobernadores mandan sin contrapesos, sin oposición legislativa eficaz, con débiles controles judiciales, con organismos autónomos en la ley y cooptados en los hechos. Veracruz es un ejemplo casi inmejorable de ese despotismo estatal, pero ciertamente no es caso único.

Dado que no existen mecanismos efectivos para que los gobernadores rindan cuentas, hay muy poca presión para que las corporaciones policiales se transformen. Ese hecho no va a cambiar con el Mando Único o con la eliminación de las fuerzas municipales.

De hecho, la concentración de la función policial podría empeorar el problema: al atar de manos a los gobiernos municipales, se eliminaría una de las pocas fuentes de oposición efectiva que enfrentan los gobernadores en sus estados. Y podría producir un escenario aterrador: un sistema de policías estatales únicas y corruptas, amenazando no a la población de algunos municipios, sino al país completo.

Conclusión: una reforma policial profunda requiere reformas políticas más amplias que generen contrapesos al poder y hagan a las autoridades responsables ante la población. La agenda del Mando Único pasa por alto ese hecho. Simplemente busca concentrar la función policial en el segmento más despótico del sistema político mexicano: los gobiernos estatales. Se antoja improbable que algo así tenga un final venturoso.

Analista de seguridad

@ahope71

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