Hace uno días fue brutalmente asesinado un anciano párroco en Los Reyes, La Paz, Estado de México; según parece, al descubrir a las personas que ingresaron a robar a su templo, éstos lo privaron de la vida. La noticia no tuvo el eco de otras notas quizás por tratarse de un modesto sacerdote católico. El hecho sería también igual de reprobable si el victimado hubiera sido un pastor o un rabino. Lamentablemente, la religión más castigada a causa de la inseguridad es la católica, dada su presencia mayoritaria en todo el territorio nacional. En este país no hace mucho tiempo se ejecutó a un cardenal en el aeropuerto de Guadalajara.

El Centro Católico Multimedial estima que México es el país más peligroso para ejercer el sacerdocio. Además, durante este sexenio se contabilizan un poco más de dieciocho clérigos que perdieron la vida en el ejercicio de su ministerio a manos de criminales. Este dato aproxima a una realidad los delitos de odio por razón de religión, a los que muchos no prestaban atención por considerarlos erradicados, pero están presentes, para muestra el ataque perpetrado semanas atrás contra un sacerdote de la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México.

Por si lo anterior no fuera suficiente, también se han multiplicado las ofensas públicas a la religión, traducidas en vituperar, denostar o mofarse de símbolos, prendas e insignias católicas en manifestaciones públicas del colectivo que proclama un “día del orgullo LGBTT” en las que se recurrió a un uso injurioso o blasfemo de emblemas alusivos a esta Iglesia so pretexto de transmitir un mensaje de tolerancia. ¿Dónde está la respuesta de los defensores de derechos humanos? Hicieron mutis, antes que comprometerse a ser catalogados de “retrógradas” u “oscurantistas”.

Si bien la libertad de expresión protege la manifestación de ideas, incluso aquellas consideradas ofensivas, por ejemplo, para un grupo religioso. No obstante, habrá que diferenciar entre la expresión de ideas aunque no sean del agrado de una colectividad, pero otra situación muy diferente es ocupar el espacio público para manifestar dichas ideas. En todo caso, el espacio público no es la arena para la ofensa contra personas e instituciones en razón de sus convicciones religiosas. De modo similar, tampoco lo es para atacar a quienes no compartan esas creencias.

En México no necesitamos que la hierofobia, esa aversión a lo sagrado, se convierta en fuente de homicidios, intolerancia y desunión. Las autoridades tienen la competencia de garantizar la salvaguarda de la vida y bienes de los integrantes de las comunidades religiosas. Un verdadero defensor de los derechos humanos sabe que la libertad religiosa es la primera de las libertades en reconocer y proteger. No por el interés en apoyar la religión, más bien por la contribución al bien común que hacen las personas religiosas.

Como sociedad no podemos permitir que el país se convierta en hierofóbico, tampoco en homofóbico, xenófobo o racista. México merece que sus habitantes vivan en armonía, en paz y con respeto a sus derechos, pero también a sus obligaciones, para hacer de esta casa común habitable y apta para heredarla a las futuras generaciones. Es un llamado al poder público pero también a quienes desde la academia, la educación universitaria somos responsables de la formación de los jóvenes.

A todos conviene un país con orden, por eso la insistencia ahora en desterrar conductas de odio por la pertenencia a una religión, que llevan al extremo de privar de la vida a otros.

Académico de Tiempo del Departamento
de Derecho, Universidad Iberoamericana.
alberto.patino@ibero.mx

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