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Ocupaban un lugar en los estanques de agua salada del zoológico de Moctezuma; ahí, junto a otras especies marinas, las estrellas de mar destacaban por sus dimensiones y radiantes colores. Llegaban hasta la Gran Tenochtitlán tras viajar cientos de kilómetros desde las costas atlánticas y pacíficas para ser depositadas en las ofrendas a Tláloc. Así lo demuestra la gran cantidad de diminutos vestigios de estos organismos marinos que arqueólogos y biólogos que colaboran en el Proyecto Templo Mayor han identificado en ofrendas que han salido a la luz en este sitio durante 40 años.

Estos pequeños restos de estrellas de mar aparecieron desde las primeras excavaciones en la zona arqueológica a finales de los 70, pero por su tamaño milimétrico y su apariencia, los arqueólogos pensaban que eran piedras o restos de sedimento.

Por lo mismo, una gran cantidad de ellos se fue al desecho. Pero en 2006, el equipo de investigadores que integran el Proyecto Templo Mayor, dirigido por Leonardo López Luján, comenzó a excavar en la esquina de Argentina y Guatemala, donde fue localizada la escultura de la Tlaltecuhtli. Ahí se han excavado hasta ahora unas 54 cajas de ofrendas cuyo rico contenido reproducía el universo según la visión de los mexicas. Por ejemplo, para recrear el plano acuático o inframundo, en el fondo de los depósitos colocaban primero una capa de arena; luego, cientos de conchas, galletas de mar, corales, erizos, peces y estrellas de mar que, cuando arqueólogos las desenterraron 500 años después, sólo sobrevivieron en piezas miniatura. La presencia recurrente y en grandes concentraciones de esas pequeñas placas calcáreas al fondo de las ofrendas despertó la curiosidad de los arqueólogos, quienes tras años de investigación descubrieron que se trataba de estrellas de mar.

“Es algo novedoso porque nunca habíamos descubierto estrellas de mar en los contextos arqueológicos. Sabemos que son muy difíciles de conservar, por ejemplo, si vas a Acapulco o a Veracruz y te traes algunas, con el tiempo se hacen polvo, pero éstas se conservaron bien y nunca nadie las había identificado. Seguro las encontraron antes, pero no sabían qué eran. Es algo que nos tiene maravillados porque son pedacitos pequeños, fragmentos, cosas de uno o dos milímetros; hay otros que sólo los ves bajo microscopio, pero están por todos lados”, dice a EL UNIVERSAL el arqueólogo Leonardo López Luján. Los resultados de la investigación se dieron a conocer recientemente en un congreso académico en Canadá.

Para saber a qué especies pertenecían esos montones de “piedritas”, López Luján y sus colaboradores, como la bióloga Belem Zúñiga Arellano, recurrieron a especialistas de diversas instituciones; la mayoría reconoció la rareza de las piezas, pero ninguno aclaró sus dudas.

El hallazgo. El misterio se resolvió cuando solicitaron apoyo a biólogos del Instituto de Ciencias del Mar y Limnología de la UNAM, liderados por Francisco Solís Marín. El investigador, quien se ha dedicado al estudio de los equinodermos —la familia de las estrellas de mar— notó que esas pequeñas “piedritas” en realidad eran endoesqueletos de estos animales marinos. Al hacer una comparación de los restos arqueológicos con los ejemplares modernos que resguardan en la Colección Nacional de Equinodermos de la UNAM, la cual dirige, descubrió que entre las más de 49 mil placas desarticuladas que contabilizaron en Templo Mayor, hay seis especies de estrellas de mar. Cinco provienen de costas del Pacífico y una del Atlántico. “Es extraño ver esta diversidad de especies exóticas en este lugar, en comparación con la cultura maya, donde casi no tienes nada a pesar de las cercanías al mar. Es increíble este hallazgo, sobre todo porque hablamos de Tenochtitlán, eso quiere decir que tenían que recorrer cientos de kilómetros para ofrendarlas”, apunta Solís Marín.

¿Cómo fueron traídas hasta la Gran Tenochtitlán? La hipótesis de los investigadores es que para llegar a la capital del imperio mexica, las estrellas de mar debieron trasladarse vivas en ollas de barro con agua, igual que lo hicieron con otras especies marinas. Además, explican, éstos equinodermos tienen una particularidad al momento de ser extraídas del agua: se descomponen, huelen mal y pierden su colorido natural, características que no encajan con la manera en que los sacerdotes mexicas preparaban las ofrendas a sus dioses. “No me parece lógico que en una ofrenda los sacerdotes depositaran una cosa que estuviera oliendo súper mal. Las estrellas tienen que estar sumergidas en agua porque en minutos se ponen negras, apestan horrible y no tienen buena apariencia”, plantea Solís Marín.

López Luján añade que, como lo han comprobado con los felinos y cocodrilos, muchos de los animales que los mexicas ofrendaban llegaban a Tenochtitlán vivos, los mantenían en cautiverio hasta el momento de las ceremonias. “Nuestra presunción es que cuando los sacerdotes hacían las ofrendas, traían a los animales vivos y los ofrecían a los dioses. Por ejemplo, del vivario de Moctezuma se traían a un jaguar y en ese momento le sacaban el corazón y lo enterraban”.

Esos cientos de fragmentos de estrellas de mar recuperados en los últimos 10 años fueron minuciosamente catalogados y registrados por la bióloga Belén Zúñiga, quien también se dio a la tarea de revisar las ofrendas resguardadas en las bodegas del Museo Templo Mayor y ahí, entre los restos de sedimento, halló otra gran cantidad de placas. En total contabilizó unas 55 mil piezas y al armar el rompecabezas dio como resultado unos 111 ejemplares de estrellas de mar.

La diversidad de estos organismos hallados les ha permitido a los biólogos registrar la transformación de algunas de esas especies con el paso del tiempo. “Nos estamos dando cuenta que hace 500 años algunas estrellas eran de gran tamaño, ahora son más pequeñas. Eso quiere decir que en un mar prístino, intocable, uno se podía meter unos pocos metros y ver una diversidad esplendorosa, algo que para ver ahora hay que bucear muy profundo”, señala Solís Marín.

El arqueólogo López Luján destaca que la presencia recurrente de las estrellas de mar en las ofrendas hace ver que tuvieron una gran relevancia en la simbología religiosa.

En algunas culturas antiguas aparece representada en la pintura mural, la escultura y la cerámica. Está en el arte teotihuacano, en representaciones iconográficas de sitios como Cacaxtla, Xochicalco, Teotenango; incluso en la cerámica y bajorrelieves de Tula. Lo paradójico es que para el momento en que los sacerdotes mexicas ocuparon estrellas de mar en rituales de la Gran Tenochtitlán, su imagen desaparece del arte. Hasta ahora, dice, no han encontrado una sola representación de este equinodermo en el arte mexica. Aparecen algunas especies marinas, peces sierra, globo, caracoles, conchas e, inclusive, serpientes emplumadas, pero ninguna estrella de mar. Tampoco hay mención de ellas en fuentes documentales, como en la Matrícula de tributos, códice que registraba la variedad de bienes y animales que los pueblos sometidos entregaban de manera periódica a México-Tenochtitlán. “"¿Cómo podemos tener lleno Templo Mayor de estrellas de mar, pero ninguna representación en el arte mexica? Esa es una gran duda que seguimos teniendo”, plantea el arqueólogo. Mientras tanto, al pie del Templo Mayor, en una de las ofrenda que actualmente excavan, se sigue cosechando fragmentos de esas estrellas traídas del mar.

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