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A finales del otoño de 1796, un grupo de apaches capturados por soldados españoles en el norte lograron escapar cuando eran trasladados como esclavos al Puerto de Veracruz. Su fuga puso en jaque a las autoridades virreinales, quienes durante tres meses desplegaron una sangrienta cacería humana con el fin de recapturarlos, vivos o muertos.

La hazaña de esa fuga, reconstruida a partir de ordenanzas, partes de guerra, cartas, diarios, informes civiles y militares contenidos en documentos virreinales resguardados en el Archivo General de la Nación (AGN) es recopilada por el historiador Antonio García de León en su libro Misericordia. El destino trágico de una collera de apaches en la Nueva España” (FCE), un relato que da cuenta de la persecución que sufrió este pueblo por su renuencia a la evangelización y que también retrata el espíritu de resistencia de esa nación que libró guerras en dos frentes: contra los soldados americanos y los novohispanos.

La cacería de los apaches que enfrentaron al imperio español
La cacería de los apaches que enfrentaron al imperio español

Este crudo y casi desconocido episodio histórico tuvo como escenario los años previos a la Guerra de la Independencia, un momento en el que el virreinato de la Nueva España —entonces liderado por el Marqués de Branciforte— buscaba el dominio de las tierras indómitas del norte organizando incursiones y campañas contra los “indios bravos” que resistían cualquier tipo de evangelización y “civilización”.

Ahí, en medio de sangrientos enfrentamientos y despojos violentos, los apaches capturados eran llevados al Puerto de Veracruz, a Cuba o a otras islas del Caribe para ser esclavos en construcciones o en plantaciones de azúcar. “Estaba en auge la esclavitud, fue la época en que llegaron más esclavos de África a Cuba, pero lo que no se conoce es que también hubo cerca de 3 mil indios del norte entregados a las autoridades de Cuba como esclavos en las plantaciones de tabaco o azúcar”, refiere el investigador emérito del INAH y ganador del Premio Nacional de Ciencias y Artes 2015.

Ese era el destino de la mayoría de las caravanas de cautivos del norte, pero aquel otoño de 1796 hubo una que se rebeló. Un grupo de unas 100 personas (mujeres, adultos y niños) planeó su fuga casi desde que dejaron de avistar el paisaje desértico del norte. Tras haber recorrido la mitad del territorio mexicano en collera —encadenados entre sí—, 18 hombres lograron quitarse las cadenas, justo antes de llegar a Xalapa. Era 7 de noviembre y desde ese momento emprendieron un camino de regreso, lleno de obstáculos, asaltos y combates.

Caminando sobre el cauce de los ríos para no dejar rastros, robando caballos o comida en rancherías, habitando de cerro en cerro, los fugitivos lograron un trayecto desde el Cofre de Perote, pasando por Puebla, Tlaxcala, Hidalgo y Querétaro, hasta los límites de Michoacán y Guanajuato, donde los únicos 14 sobrevivientes enfrentaron a 600 hombres, entre soldados e indios voluntarios de la región.

En esa batalla decisiva capturaron a cinco, otros murieron, y seis de ellos se esfumaron sin dejar rastro. Era 2 de febrero de 1797 y ahí, en esa reñida batalla se decidió el destino de esos hombres que se aferraban a su noción de libertad. “Tenían una noción amplia de la libertad, que no significaba sólo escoger la vida. Para los apaches, la vida era vivir el momento y por esa noción de libertad es que podían escoger el momento de su muerte, sobre todo en la guerra; escogían cuándo y de qué manera morir, esto los hacía invencibles en combate. Para los novohispanos, el miedo más grande era luchar con los apaches de cerca, cuerpo a cuerpo, porque sabían manejar bien el cuchillo y lanzas cortas, infundían el terror, por lo tanto eran invencibles”, dice el historiador.

Los bárbaros del norte. Esa tajante resistencia a la dominación novohispana los convirtió en el enemigo más temido y en un blanco prioritario a reprimir, incluso a esclavizar, a pesar de que desde 1542 Carlos V había decretado una ley que prohibía la esclavitud de los indios de América. “Para esclavizarlos, las autoridades virreinales se inventaron una ordenanza a mediados del siglo XVIII que decía que cualquier indio capturado en pie de guerra contra el imperio español estaba condenado a cadena perpetua. Si un indio caía en manos de españoles, aunque fueran capturados pacíficamente, eran condenados a cadena perpetua y podían hacer con ellos lo que fuera, incluso entregarlos a una plantación para cumplir su condena. Esto era peor que ser un esclavo porque un esclavo podía comprar su liberación, alguien con cadena perpetua no”, explica el también antropólogo.

No obstante las adversidades de su cautiverio, esos “indios bravos” siempre buscaron la manera de escapar, aunque eso implicara el autosacrificio. García de León recuerda que uno de los primeros archivos donde halló referencias sobre la persecución de los apaches fue en documentos sobre San Juan de Ulúa, donde se narra cómo algunos se sacrificaban tirándose al mar repleto de tiburones para permitir que el resto de sus compañeros huyeran de la fortaleza donde estaban presos.

“Las rejas de San Juan de Ulúa estaban rodeadas de tiburones hambrientos; si te querías ir nadando a Veracruz, te comían. Lo que ellos hacían era que primero se tiraban dos para distraer a los tiburones y el resto seguía nadando. Cuando me hallé esos expedientes realmente me sorprendió y me pareció una gran historia, dije: ¡¿Quiénes son esos tipos que eran capaces de organizarse así, de sacrificarse para que otros huyeran?!”

“Los apaches tenían una noción de la muerte muy diferente a la de quienes los persiguen, esa noción católica de la muerte, donde sólo hay dos destinos: si cometes pecados, te vas al infierno; si fuiste bueno, está la salvación y te vas al cielo. Para ellos era la concepción del eterno retorno, de que la vida y la muerte es algo cíclico. Eso es un aspecto de la noción apache que explica por qué sus guerreros eran invencibles, iban a la guerra planeando incluso su muerte. El propio Bernardo de Gálvez (militar español que lideró campañas contra los apaches en Chihuahua) dice en un pasaje de sus textos que ellos son los mejores guerreros porque no le temen a la muerte. Creían que un guerrero muerto en la guerra se convertiría en acompañante del sol, desde su nacimiento hasta el cenit, luego iba a esperar al sol en el oriente para acompañarlo, una noción que compartían también los mexicas, guerreros que también venían del norte”, añade el investigador.

Ese carácter indómito de los apaches se conoció además en otros territorios. En sus pesquisas sobre los fugitivos, García de León les siguió la pista a dos apaches que no lograron escapar camino a Veracruz con el grupo de 18. Los “indios feroces de la Vuelta Abajo” o también conocidos como el “Indio Grande” y el “Indio Chico” llegaron a La Habana en la fragata Ángel de la Guarda. Allá fueron destinados a trabajar en los Arsenales de La Habana, donde lideraron a un grupo de fugitivos y se unieron a un palenque de negros cimarrones que también habían huido de la esclavitud. “En Pinar del Río se volvieron una leyenda, en un lugar que se llamaba Vuelta Abajo. Los archivos me permitieron seguir esta historia hasta 1806, cuando el último de ellos ‘se escapa subiéndose al cielo’”, dice.

Réquiem fúnebre. Lingüista, historiador y antropólogo, García de León es reconocido por sus textos que dan cuenta de la historia social, cultural y económica del Golfo y Sureste mexicano, y su relación con el Caribe. Sus libros, aunque algunos sean considerados clásicos de la historiografía mexicana, destacan por su prosa y la manera que aborda temas históricos. Es el caso de Misericordia, donde ocupa recursos de la novela y los datos duros hallados en los archivos del AGN para crear un “relato coral” de este episodio poco conocido en la historia.

“Uso recursos de la novela porque hay momentos muy dramáticos, personajes muy especiales; tuve que reconstruir lo que los apaches pensaban y la única manera de saberlo eran los restos materiales que iban dejando y que los militares encontraban, están reportados en los informes. Es como hacer arqueología”, explica.

Darles voz a los apaches en este relato también le implicó hacer estudios etnográficos para acercarse a su cosmovisión. La narración “está pensada como réquiem, como una cantata fúnebre con muchas voces”.

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