Un personaje siniestro y fantasmal se adueñó de la imaginación de los niños de la Ciudad de México y los llenó de temor a partir, sobre todo, de 1945: el robachicos. El hecho que influyó decisivamente para que dicho personaje tuviera mayor presencia en el mundo infantil de entonces fue el secuestro, en octubre de ese año, del niño Fernando Bohigas. Tiempo después, en mayo de 1950, otro secuestro, el de la niña Norma Granat —hija del dueño de varias salas de cines—, hizo que la figura del robachicos siguiera cobrando fuerza.

Basada en éstas y otras historias, Susana Sosenski, investigadora del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, emprendió el trabajo “Espacios para la infancia en la ciudad de México, peligros y emociones (1940-1960)”, el cual se enfoca en averiguar cuáles eran los riesgos para la infancia en la capital del país durante esos años.

“Me interesa estudiar el mundo de las emociones, especialmente el miedo y el terror por lo que podía pasarles a los niños en la Ciudad de México. También me interesa analizar cómo influían los medios de comunicación en la percepción social de esos riesgos”, indica.

Artista del disfraz

El personaje del robachicos está muy cerca de los mexicanos. Incluso, la palabra que lo nombra es un mexicanismo que trascendió nuestras fronteras y se instaló en otros países de Latinoamérica. Y justamente fue entre 1940 y 1960 cuando tuvo su auge en el habla popular.

“Sí, he encontrado que la palabra robachicos se utilizó mucho más en los medios de comunicación y en el habla popular hacia mediados de los años 40 y al inicio de los 50. Y esto sin duda se debió a los secuestros altamente mediáticos de los niños Bohigas y Granat”, dice la investigadora universitaria.

De 1940 a 1960 se construyeron, gracias al cine, diversos estereotipos, entre los cuales destacaban la cabaretera, la vampiresa comehombres, el proxeneta vestido de pachuco, el gánster, el pistolero y, por supuesto, el robachicos.

Pero, a diferencia de los demás, el robachicos era un artista del disfraz, un ente camaleónico y, por lo tanto, no resultaba fácil identificarlo. Podía ser una mujer de los sectores populares, una mujer de clase media, un hombre bien vestido, un policía, una empleada doméstica, el vecino de al lado o… un menor de edad, como sucedió en el caso del niño Fernando Bohigas, en el que un niño de 12 años fue el que lo sacó de su casa para que fuera secuestrado.

Lloronas

Al acaparar la atención del público mexicano, los casos de los niños Bohigas y Granat incrementaron la sensación de inseguridad en la Ciudad de México, pues se pensaba que si un niño y una niña de clase media y alta (ambos eran rubios) habían sido secuestrados en la puerta de sus respectivas casas, con más razón podía ocurrirle lo mismo a cualquier hijo de vecino.

Y de hecho sí había muchos niños desaparecidos en la ciudad (unos por secuestro y otros por extravío), y los medios de comunicación aprovechaban estas historias para atizar el pánico de la población.

“Surgió, entonces, un montón de lloronas, de madres que iban gritando por sus hijos, buscándolos por todas partes, y algunas sí los encontraron en una esquina, pidiendo limosna, o luego de que alguien les dijo quién los tenía. Es decir, asumieron el papel que le tocaba a la policía y que ésta no podía cumplir porque estaba desbordada y porque no era muy eficaz.”

Con la apertura de grandes avenidas y la circulación de miles de automóviles y camiones, la Ciudad de México estaba en pleno crecimiento urbano, lo cual implicaba nuevos peligros para los niños; además, había una vida nocturna boyante, con infinidad de cabarets y burdeles, dentro y cerca de los cuales pululaban sujetos peligrosos, hampones, ladrones, proxenetas...

“La creencia general era que los niños corrían peligro en todos lados. El tema de los robachicos encendió las alarmas sociales. Se decía que si un niño iba al parque en compañía de la empleada doméstica, ésta podía ser seducida por un policía o por alguien más, perder de vista al niño y facilitar su robo. En notas periodísticas de la época se sugería tener cuidado en los parques”, apunta Sosenski.

Después de los casos Bohigas y Granat se hablaba de que los robachicos también estaban afuera de las escuelas, esperando a los niños. De este modo, muchas familias modificaron sus hábitos para ir a buscar a los niños a sus centros de estudio o para acompañarlos en trayectos que hacían solos; y recurrieron, con más frecuencia, a la terrorífica advertencia: “Si te sales a la calle, puede venir el robachicos y llevarte...”

Pánicos sociales

El sociólogo sudafricano Stanley Cohen afirmaba que los medios de comunicación son capaces de producir pánicos sociales. Con respecto a los secuestros de los niños Bohigas y Granat, aquéllos los abordaron con tal sensacionalismo que muy pronto se tuvo la falsa certeza de que constantemente estaban desapareciendo niños en la Ciudad de México y de que había que cuidarlos a como diera lugar.

“Los medios de comunicación convirtieron estos casos en auténticos melodramas sociales que consiguieron muchísimos consumidores entre un público acostumbrado al melodrama, pues ya se sabe que al público mexicano le gusta cantar y llorar.”

Como consecuencia de este fenómeno, el derecho de una gran cantidad de niños a transitar autónomamente por la ciudad quedó restringido, porque no siempre era posible que un adulto los acompañara cuando tenían que salir a la calle.

Por otro lado, se vivía la época de oro no sólo del cine y de las historietas, sino también de la nota roja, debido a lo cual no fue raro que estos tres medios de comunicación dirigieran su atención al problema de los secuestros infantiles para explotarlo.

“Es más, Ismael Rodríguez filmó una película llamada ¡Ya tengo a mi hijo!, en la que actuó el propio niño Fernando Bohigas ya rescatado”, informa la investigadora.

En cuanto a la nota roja, la policía mantenía una estrecha relación con la prensa y le filtraba información para que publicara los casos criminales.

“Era una prensa que caminaba muy de la mano de las autoridades policiacas: tenía acceso a los expedientes y la posibilidad de realizar entrevistas en persona con los inculpados.”

Sin embargo, al mismo tiempo que la policía jugaba este juego con la prensa, sus capacidades detectivescas sufrían un enorme descrédito: la gente pensaba que no servían para nada.

Con todo, a raíz del secuestro del niño Fernando Bohigas, la presión social fue tal que el gobierno se vio obligado a instaurar una suerte de policía para niños y a reformar el Código Penal y aumentar la pena para el delito de secuestro infantil.

Por cuestiones de maternidad

De acuerdo con Sosenski, muchos de los casos de secuestro infantil estudiados por ella tuvieron que ver con cuestiones de maternidad; es decir, se asociaban a un régimen de adopción muy deficiente del sistema mexicano que impedía a las parejas o a mujeres solas adoptar un infante y que, por ende, alentaba el robo de niños para convertirlos en “hijos” de otras personas.

“Hay que tener en cuenta que en esa época ser mujer era ser madre; quien no era madre no estaba cumpliendo su rol social como mujer. En el caso del niño Fernando Bohigas, fue secuestrado por una mujer que aparentemente no podía tener hijos.”

Otros secuestros infantiles tenían como objetivo explotar laboralmente a los niños, sobre todo para que pidieran limosna en las calles, aunque también no pocas niñas fueron plagiadas para forzarlas a entrar en el mundo de la trata de blancas.

“Los innumerables secuestros de niños que ocurren en la actualidad están relacionados con otros objetivos, como rescates monetarios, narcotráfico, tráfico de órganos, prostitución y pornografía infantil”, añade la investigadora.

Pérdida de autonomía

El niño Fernando Bohigas, cuya familia ofreció cinco mil pesos por hallarlo, fue rescatado después de seis meses de ausencia. Y la niña Norma Granat, por cuya liberación sus captores pidieron 400 centenarios de oro, no estuvo fuera de casa más de dos días, sin que quedara claro si se había pagado su rescate.

Hasta donde ha investigado Sosenski, el secuestro de Bohigas fue el primero en que se ofreció dinero por la vida de un infante; y el de Granat, el primero en que se solicitó dinero por el mismo motivo.

“En el periodo que estudio, la autonomía de los niños y su relación con la ciudad disminuyeron ostensiblemente. Por más que se crearan parques y otros sitios de esparcimiento para ellos, por más que se hablara de su protección, la ciudad, al final, no los protegía del todo y les limitaba su derecho al uso del espacio público. Por desgracia, hoy en día esta pérdida de autonomía de la infancia alcanza niveles de pesadilla”, concluye.

El caso Lindbergh

El secuestro del hijo mayor (entonces de 20 meses) del aviador estadounidense Charles Lindbergh, en marzo de 1932, fue cubierto ampliamente por la prensa nacional y seguido con mucho interés, no exento de morbo, por los lectores mexicanos. “De alguna manera, ese caso ‘e ducó’ a los lectores del país, que luego tendrían su propio caso (el del niño Fernando Bohigas) en 1945. Cuando este último ocurrió, la prensa nacional lo asumió como si dijera: ‘Ahora nosotros también tenemos un caso que contar ’”, comenta Sosenski.

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