Sucedió en el año 2080, en la década inicial del Matriarcado, y a nadie pareció entonces extraño, aún si hoy, desde la distancia de un siglo, nos lo puede parecer.

Siguiendo la costumbre de citar a debatir a cuatro mujeres y un miembro del sexo débil —la estampa de la igualdad en aquella época—, las académicas (el plural femenino incluía al hombre invitado, por supuesto) tomaron asiento alrededor de la mesa redonda y bajo las cámaras de transmisión en tres dimensiones.

La doctora Gibrana Halil inició tomando postura:

—Los hombres deberían gozar del derecho a eyacular antes de que su pareja sexual alcance el clímax del orgasmo, siempre y cuando cumplan con dos condiciones. Una, que eyaculen precozmente sin dolo, es decir: sin querer, por una enfermedad médica o sicológica, comprobable ante el Ministerio Público. Dos, que eyaculen precozmente durante los tres primeros minutos del coito, si lo hacen más allá del minuto tres, cuando su pareja ya está muy encaminada al orgasmo, merecen la cárcel, por frustrantes.

La diputada del Partido Alianza con la Diosa, Alejandra Álvarez, tomó entonces la palabra para fijar su postura:

—Mi partido protege la vida desde la eyaculación —anunció. —Siendo así, exigimos para la eyaculación fuera de situ o tempo, y en cualquier circunstancia, larga cárcel. De seis a sesenta años. Ya lo dijo la Diosa hace tres mil años, según lo consigna la Biblia: porque Onán eyaculó fuera del vientre de la princesa israelita, mereció la muerte a espadas de la tribu de Israel. Traigo acá varias nano-fotografías de espermatozoides que fueron derrochados por un incauto en un piso de linóleo.

Tecleó en su pizarra electrónica y en el aire se suspendieron las horrendas nano-fotografías de los espermatozoides desperdiciados.

—Si pudieran hablarnos, estas criaturas no-natas expresarían lo que sigue. “Yo pude haber sido un segundo Einstein.” “Papito precoz, tú me has matado.” “Oh Humanidad, habla por mí, que yo no pude nacer para hablar en mi propio nombre.” No al aborto masculino —concluyó la diputada.

Fue entonces que el único hombre de la mesa, el doctor Arturo Prim, tomó la palabra:

—Yo opino que en esta mesa, o en cualquier espacio de debate público, los hombres deberíamos ser al menos una mitad, porque—

—Muchas gracias, doctor— lo interrumpió la moderadora del debate: según los usos y costumbres matriarcales, 30 segundos eran demasiado tiempo concedido a una voz barítona. Y de inmediato le otorgó el uso de la palabra a la doctora Denise Dresser.

—Lo cierto es que las seres humanas del sexo débil seguirán eyaculando, a veces, prematuramente —dijo la doctora con una seria parsimonia. —Queda en nuestras manos, señoras, decidir si esas eyaculaciones fallidas son castigadas o, de buena fe, se las perdonamos a nuestras parejas sexuales. Seamos honestas, hermanas, tendríamos que invertir medio presupuesto federal en construir suficientes cárceles para castigar a los eyaculadores inexactos y el beneficio social es dudoso. Las expertas, incluyendo entre ellas por supuesto a algunos varones, indican que encarcelar a cada persona culpable de un coitus interruptus desencadenaría el terror entre las ciudadanas masculinos y el terror a su vez multiplicaría, a niveles insospechados, el número de coitos fallidos. Señoras, ¿queremos una especie en que una mitad viva aterrada?

—Sí, eso queremos, precisamente —intervino la cuarta mujer de la mesa, la doctora Mónica Gaitán. —Gracias por ponerlo tan claramente, doctora. Queremos hombres bien portados, siempre sonrientes, que no se quejen de nada: hombres siempre temerosos de que nuestro enojo caiga como una guillotina sobre sus cuellos, si transgreden los usos y costumbres del Matriarcado.

—A mí me parece –empezó a decir, indignado, el señor de la mesa.

—No importa –dijeron a coro las cuatro mujeres.

Por cierto que una de ellas publicó al día siguiente un bonito artículo en el periódico titulado No entiendo qué quieren los hombres. El artículo tenía un lindo subtítulo: Ni les voy a preguntar, no vaya a ser que sea algo que no se me ha ocurrido a mí antes. En su parte inferior aparecía la fotografía de aquella interesante mesa de debate —cuatro mujeres y un hombre—: la imagen de la igualdad en aquellos tiempos del Matriarcado.

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