1. Era inevitable. La gente fue abandonando las cadenas de cooperación que rescataron de los escombros a cientos de personas y dieron de comer a otros cientos de miles de los que se quedaron sin hogar. Luego de recatar a la Patria, la gente se volvió personas que volvían a sus pequeñas vidas y sus angustias y gozos.

Y al mismo ritmo, y muy discretamente, los políticos fueron retractándose de sus promesas. Aquella generosa de ceder sus presupuestos electorales a la reconstrucción de la Patria se trocó en créditos para los desposeídos al 9% anual. Aquella de permitir la vigilancia ciudadana de la reconstrucción se trocó en secretos negocios con las constructoras.

Y el lenguaje público, esa máquina del sentido de la vida colectiva, abandonó el plural en primera persona, el Nosotros, y se hizo otra vez chiquito y mezquino para nombrar las rencillas odiosas de la disputa de la familia política.

La Pirámide del Poder que se desplomó en la sacudida de la Tierra había vuelto a edificarse, amnésica. Como si nada sino una pausa de espanto hubiese ocurrido.

Fue entonces que la mujer de los vaqueros y la camiseta blancos, la cara pálida y la trenza negra a la espalda, se presentó a las oficinas del Instituto Electoral a inscribirse como candidata independiente a la Presidencia. No traía consigo solo las 800 mil firmas requeridas, en la calle la esperaban cien mil ciudadanos de ojos grandes —los Sin Hogar—.

Cuando el funcionario le preguntó su nombre, ella titubeó antes de responder:

—¿La verdad? No me acuerdo.

La reportera de Televisa que cubría el evento le deslizó en un soplo:

—Frida Sofía te va bien.

Así fue como surgió a las noticias nacionales la candidatura de la mujer de los escombros.

2.

En el primer debate llegó vestida igual, de camiseta y vaqueros blancos, la trenza negra a la espalda. Era la única ropa que tenía, sacada de entre las pilas de ropa regalada que llegaron a las casas de campaña callejeras de los damnificados del sismo, pero como el blanco combina bien con el blanco y es en sí el color más elegante del espectro, se veía pulcra y hermosa, e insondablemente triste.

Escuchó así, tristísima, las presentaciones de los otros cuatro candidatos y, llegado su turno, dijo:

—Ustedes prometieron ceder todo el dinero de sus campañas a la reconstrucción de la Patria.

No dijo más. Y medio país alzó los brazos frente a los televisores y un grito de gooooooool recorrió el territorio nacional.

El resto del debate fue monótono. Los cuatro candidatos de los partidos de siempre mostraron cartulinas con gráficas, mostraron fotografías, se rascaron las molleras, y hablaron largo y tendido de dos asuntos. Las promesas infinitas de siempre —educación, crecimiento económico, lucha contra la corrupción, etc. y etc.— o las acusaciones usuales en la casta política —tú me hiciste, yo te dije, su hermano se robó, mi padrino es Salinas de Gortari, perdón: es el padrino de él—. En sus turnos, Frida Sofía decía siempre la misma cosa, de tan simple abismal, aunque en cada ocasión con otras palabras:

—Necesitamos un Sistema de Justicia, para vivir parejos todos bajo las mismas leyes; y lo demás es lo de menos.

O bien:

—Miren. La Justicia es los cimientos de una construcción; si los cimientos no están bien, todo lo de encima se bambolea.

O bien:

—Si hubiera Justicia, estos cuatro señores estarían en la cárcel.

O aún más breve:

—Justicia.

En cada turno le sobraba un minuto y cuarenta y cinco segundos, que no llenaba con palabras. Solo miraba directo a la cámara, los ojos grandes húmedos, suplicantes, con un sufrimiento del tamaño del sufrimiento de todo un país que llevaba treinta años esperando que sus políticos dejaran por piedad de saquearlo y de gobernarlo según sus intereses propios.

Su última intervención fue la más elocuente. Miró a los candidatos y uno tras otro bajaron los ojos, aterrados de su mirada húmeda y dolorosa, y entonces ella dijo:

—Tengan vergüenza.

Y como ninguno le contestó, se volvió al ojo de la cámara y empezó a llorar, desconsoladamente. Obscenamente, habrían de decir los otros candidatos. De una forma populista, habrían de acusar los politólogos. Como un animal apaleado, habrían de catalogar los biólogos. Y lo último era exacto: la mujer de los escombros lloraba como un animal que no conoce la esperanza y que está ya del otro lado del miedo porque lo ha perdido todo, y medio país soltó el llanto ante las pantallas de los televisores y los celulares, en un duelo largamente pospuesto, que ningún lenguaje podría haber traducido en conceptos.

3.

Era inevitable. La candidata lacrimosa aventajó a los candidatos del bla bla bla inverosímil. Mientras menos hacía ella y más hacían ellos, más puntos les sacaba de ventaja.

Cada canasta básica que entregaban al domicilio de un votante, ratificaba en el votante la certeza de que eran corruptos. Cada spot de televisión donde aparecía uno de los candidatos era contabilizado como una escuela que no se reconstruía. Cada mitin orquestado a base del señuelo de tortas y gorras, era un nuevo racimo de razones para votar por la mujer de las dos ideas simples y fijas y enormes. Reconstrucción y Justicia.

4.

—Quién sabe quién fue antes —resumió el Procurador de Justicia ante el candidato del PRI, el doctor Mead. —No hemos localizado a ningún pariente, esposo, patrón o empleado de ella. Ni a una sola huella dactilar que la identifique. Y su desmemoria parece real.

Los médicos habían adivinado que la mujer había vivido una semana bajo el cascajo, y una amnesia post traumática le impedía recordar nada de antes del sismo, solo lo que ocurrió a partir de él.

—¿Dónde duerme? —preguntó Mead.

—En un orfanato de monjas piadosas, entre niños vestidos de andrajos.

—Ofrécele algo grande —dijo el candidato del PRI. —Una gubernatura, una casa en Las Lomas, yo tengo una ahí que me sobra, lo que sea.

—Señor, le ofrecí mi Ferrari rojo. Lo miró y me dijo algo que me llenó de pavor.

El Procurador tragó saliva antes de enunciar lo que le respondió la señora de los escombros:

—Justicia, ahora.

5.

El mitin fue tremendo y singular. Cuando el Zócalo de la Capital de la Patria se hubo llenado de ciudadanos y ella, vestida de vaqueros y camiseta blancos, la trenza negra cayendo sobre su hombro izquierdo, se adelantó al micrófono y su imagen llenó la pantalla gigante a su espalda, un silencio descendió sobre el país entero.

Alzó la vista y no dijo nada, pero todos vieron lo mismo que ella: el cielo dramático de las 6 de la tarde, las franjas azules cruzadas de franjas rojas y rosas. Un día más que se calcinaba.

Y entonces lo supimos poco a a poco. Más bien, lo recordamos poco a poco. Más bien, olvidamos todo el cascajo del bla bla bla y lo sentimos en los huesos y en el corazón lentamente agrandado. Estábamos vivos de milagro. Éramos una coincidencia cósmica diseñada por el azar: un milagro. Podríamos ya no estar pero estábamos. Rengueando. Tuertos. Con dos dientes menos. Todavía con los músculos apretados por aquel terror de hacía un año. Y el futuro era nuestro, de Nosotros, si éramos serios y sobrios, y no nos distraíamos

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