Un regalo para descansar de la política

La forma del amate es su biografía. Su tronco pálido, ladeado veinte grados a la derecha durante su ascenso de cinco metros, cuenta de los años en que la sombra de un sauce vecino le bloqueaba la luz del sol y tuvo que crecer inclinado a un lado para encontrarla.

Su tronco luego perpendicular a la tierra durante otros treinta metros son los años de su gloriosa soberanía. Talaron al sauce vecino, cayó vencido al lado del amate tan largo como era, y el amate pudo crecer desde entonces recto.

A partir del tronco cada rama gruesa fue alguna vez joven y flexible. Pero su cabellera de hojas verdes en los más alto es siempre joven. Tan fresca como el año en curso. Cada hoja un ojo verde donde la luz del sol se detiene y se hace nervadura y se hace sabia y se hace árbol.

Todo sucediendo en un movimiento que de tan lento se asemeja a la quietud.

Igual don Alberto: su forma es su biografía. Sus manos grandes guardan la historia de cada bola de barro oscuro que girando entre sus dedos se convirtió en una vasija esbelta . Su caminado ladeado hacia la izquierda se debe a un golpazo que le dejó atrapado un nervio en la asentadera derecha. Los ojos vivos en su cara marcada de arrugas son su larga costumbre de mirar al sol cuando camina. Y una cicatriz rencorosa en su mejilla izquierda es el recuerdo de una noche en que se peleó a navajazos con otro hombre por una mujer.

Su único trabajo ahora que ya cruzó la sexta década de existencia, es dictarle a la grabadora de un teléfono palabras del amis.

El amis: el idioma de la tribu amis que vivió en estos rumbos que ahora se llaman Morelos, antes de que llegaran acá los conquistadores castizos montados en sus caballos e impusieran su dominio, antes de que llegaran los conquistadores aztecas blandiendo sus rudos garrotes con espinas e impusieran su dominio, antes aún de que llegaran los conquistadores toltecas y sus perros de fauces afiladas, e impusieran su dominio.

En el jardincito de su casa, sentado en una silla de palo con la hierba alta hasta las rodillas, don Alberto le dicta a su teléfono palabras en amis que luego en otro teléfono escuchará Mister Anthony en su despacho de la Universidad de Yale, y repetirá en sus clases de lingüística y más tarde en uno de los tantos congresos a los que atiende, ante mil catedráticos.

El amis es la lengua más cercana a la Naturaleza jamás concebida. Bueno, eso dice Mister Anthony, y anda en los trabajos de convencer al mundo de ello. Lo proclamó por primera vez en el gran congreso de lingüistas en Brujas, en 1992.

Don Alberto lo cuenta en su pueblo, Chiconcuac, y se ríe por eso de que Brujas en castizo significa mujeres endiabladas. Un chiste que don Anthony lleva 30 años sin entender, por más que su informante predilecto del amis, don Alberto (también su único informante), se lo ha tratado de explicar.

Chi chip es lluvia chiquita, menuda.

Chip chap, lluvia más pesada.

Chap chap, lluvia tupida.

Faak, es diluvio.

—¿Por qué? —le ha preguntado el doctor de Yale.

—Pregúnteselo a los inventores del amis —le ha respondido don Alberto.

Bac buc es botella o frasco o guaje: lo que sirva para guardar agua o líquidos.

O es el sol.

—Pero piense usted por qué –le insistió una tarde el güero y robusto profesor de Yale.

Sentados los dos en el jardincito de don Alberto, con la hierba hasta las rodillas, don Alberto se encogió de hombros bajo su sombrero de paja.

—El amis es el lenguaje más natural jamás concebido –ha repetido el doctor en múltiples entrevistas. –Cada uno de sus sustantivos suena a lo que la cosa que nombra suena cuando cumple su función.

Y diario también don Alberto da un largo paseo a pie. Eso por disciplina, para desentumir los músculos y destrabar las junturas de los huesos. Camina a media tarde con el sombrero en la cabeza y la bolsa de mercado al hombro, mirando el sol y a veces bajando la mirada para reconocer a los vecinos y saludarlos.

Llega a la plaza central de Chiconcuac, compra en sucesivas tiendas un kilo de tortillas, un cuarto de kilo de carnitas y una coca cola bien helada, y se sienta en una banca al borde de la cancha de cemento de basquetbol a beber el refresco, junto al amate.

Luego le da la vuelta a Chiconcuac por otro camino. Y cuando pasa a un lado de la barda de ladrillos hoscos y grises del otro último hablador de amis, sin falta le grita:

—¡Amis! —que también significa amigo.

Luego se lleva dos dedos a los labios y le chifla al estilo arriero. Y como desde hace 30 años, el otro último hablador de amis del planeta, don Gregorio, no le contesta, el maldito.

Cuando Mister Anthony lo llevó a la ciudad de Frankfurt, en Alemania, don Alberto se admiró de la fila de gente que aguardaba en las afueras del auditorio. Cada persona había comprado un boleto y recién él se sentó en el escenario a la mesa de fieltro verde, una señorita güera le dio un cheque.

Pensó que había habido una equivocación o que esperaban de él algo imposible. ¿Qué podía hacer él que valiera 2 mil euros?

—No te preocupes —lo tranquilizó Mister Anthony en castellano al oído. --Nada más tú hablas en amis y yo te traduzco al alemán. Eso es todo.

Y así fue. Los quinientos güerillos alemanes tenían cerrados los ojos y don Alberto habló durante media hora de tontería y media. Como si estuvieran en misa y yo fuera el Espíritu Santo que les hablaba, habría de contar don Alberto en su pueblo. Que si la gallina puso un huevo. Cri cri bonas. Que si un perro quería cruzar la carretera. Of of li zi zum.

Cuando acabó el asunto, los güeros se pusieron de pie y le aplaudieron.

Esa noche cenaron en un restaurante lujoso con un tal Noam Chomsky. Don Alberto se carcajeó al oír el nombre del anciano con melena blanca.

—Suena a glotón —le dijo.

Y el Chomsky se carcajeó también.

—Qué fino oído tienes —lo felicitó, mientras el Anthony entre ambos traducía. –Chomp significa masticar en inglés y sí, suena a masticar: chomp, chomp.

Entonces el Chomsky le preguntó del mito fundador del amis.

—Ah caray —dijo don Alberto.

—Vaya —le explicó el Chomsky--, la historia de cómo nació tu lengua.

Don Alberto contó el cuento.

Había una vez una sirvienta que iba a trabajar a una de las pirámides del centro ceremonial de las pirámides, y la muchacha se sentó en una roca a tomar un descanso. Pero un maldito mosco no la dejaba estar en silencio. Ella palmoteó el aire queriendo matarlo y entonces el insecto se le metió en una oreja y ella se cayó de la roca a la hierba, desmayada.

Al despertar, el mosco se había ido o se había muerto dentro de su oreja, nunca supo, pero la que había cambiado era la sirvienta. Escuchaba todo desde el otro lado del silencio y las cosas –el sol, la hierba bajo sus pasos, el río y el puente de madera por el que lo cruzó— le fueron diciendo sus nombres verdaderos.

El Chomsky lo miró con los ojos llenos de lágrimas.

—Es el mito de Israel pero al revés —dijo. —Israel se tiende a dormir en el desierto con la cabeza sobre una piedra y sueña con una escalera que asciende al cielo. Israel se alza y quiere subir por la escalera. Pero un ángel de Dios se le interpone y se trenzan en una lucha.

—En cambio la sirvienta amis —siguió el Chomsky— es derrotada por el mosco, y gracias a que ella se deja vencer, llega al conocimiento directo de las cosas.

—Órale —dijo don Alberto en castizo.

Al día siguiente, en el congreso de lingüistas, don Alberto volvió a contar de la gallina y del perro y de otras cosas, de la gran lluvia que asoló a su pueblo en el año 1994 y del gran sismo que derrumbó al pueblo en el año 2017. Todo en amis.

Iba en lo del sismo y las casas colapsando en su pueblo, cuando de pronto un hombre de pelo y barbas pelirrojas se alzó de entre el público y dijo cosas terribles. Las dijo en alemán y que eran terribles don Alberto lo adivinó en la cara consternada de Mister Anthony y las caras con gestos torcidos de los otros catedráticos del público.

--Que dicen que eres una mentira –le explicó el Mister esa tarde mientras caminaban lado a lado en un parque, don Alberto rengueando de su pierna derecha.

—Y dicen que yo también soy una mentira —siguió don Anthony. —Que no existe el amis. Que es un invento tuyo. Y mío. Que simplemente no existe un solo registro de su existencia previa a tu aparición en mis libros. Una mención del amis en algún códice indígena o en alguna crónica colonial en español.

—Mis tatas no escribían —contestó asustado don Alberto. —Eso me lo dijo usted mismo. Y yo no sé por qué nadie contó por escrito del amis.

—Don Alberto —se detuvo el profesor. Lo miró directo a los ojos. Y le aferró el hombro con una mano, apretándolo hasta que don Alberto apretó los dientes. —Júrame que no me has mentido durante 30 años.

Mister Anthony había hecho una carrera académica con el amis como pieza central. Su plaza vitalicia de profesor en Yale dependía de que el amis fuera una verdad histórica. Su casa de dos plantas y su matrimonio con dos hijos dependía de ello. Si el amis no existía se volvería un paria sin hogar ni trabajo.

Y el estipendio mensual que don Anthony le enviaba a don Alberto hasta el pueblo de Chiconcuac y le había dado para vivir una década, también dependía de probar la realidad histórica del amis.

—Se lo juro, Mister Anthony —respondió don Alberto, y los ojos se le nublaron con llanto. —¿Cómo se lo pruebo?

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