El león existe, fuera de la palabra león.

El Papa lo pensó en la penumbra verdosa de la vasta biblioteca vaticana.

Los libros en los anaqueles de los libreros; los libreros formando pasillos; los pasillos formando el laberinto que por momentos desembocaba en escaleras amplias y suntuosas o escaleras estrechas, casi secretas, que llevaban a pisos más bajos o superiores: el laborioso legado de 2017 años de cristianismo.

—Y si el león existe fuera de la palabra león —volvió a pensar Francisco, la túnica blanca, paso a paso por el tramo del laberinto de la jurisprudencia cristiana del Medievo —dos leones existen por partida doble.

En la razón de los pensamientos del Pontífice estaba Kenia. El Presidente de Kenia, una de las naciones más jóvenes del orbe cristiano, le había pedido al Santo Padre su condena a un par de leones machos del zoológico de Nairobi y su recomendación para regresarlos a la Ley de Dios.

Los leones, de sangre caliente, de torsos enfundados en piel sedosa amarilla, de frondosas cabelleras y andar lento como una amenaza, de pronto en el cuadrado de las pantalla del fotógrafo de la revista National Geographic se habían apareado: uno montó por la espalda al otro: aullaron y se mecieron en el coito, durante un minuto largo y escandaloso como el pecado de la sodomía.

El video fue de inmediato condenado por el secretario de Cultura.

—Kenia es africana y cristiana —declaró al resto del planeta. —Y la sexualidad entre machos acá se castiga con cinco años de cárcel. Así que segregaremos a los leones homosexuales por cinco años.

El mismo presidente de Kenia explicó a la prensa internacional que los culpables eran los turistas occidentales:

—No cabe duda que los leones vieron a una pareja de machos extranjeros copular ante las rejas de su jaula, porque los leones no van al cine.

(Quién piense que esto es un invento, se equivoca: las noticias al respecto circularon al planeta).

—Los leones —repensó el Papa, tomando el barandal de la ancha escalera y ascendiendo los peldaños de mármol blanco al Renacimiento—, no saben que se llaman leones. En su mundo no hay nombres ni pasado ni porvenir, sólo el instante presente, cierto y vasto como la eternidad.

—Presiento —oyó de nueva vuelta a su corazón pensar al ritmo de sus pasos— que su conducta no copió la de ninguna pareja humana, lo que me conduce a dos pensamientos opuestos.

Siguió caminando por entre los libros de los teólogos renacentistas, unos émulos de Platón, otros de Aristóteles.

—Primer pensamiento —pensó el Papa—. El coito de los leones machos es una abominación, puesto que los leones ideales son heterosexuales y por tanto los homosexuales son accidentes monstruosos. Esto dirían los teólogos platónicos. Y segundo pensamiento. Su coito es natural y sin pecado, puesto que el mundo ideal es un conjunto de alucinaciones humanas compartidas. Eso hubieran dicho los aristotélicos, si en su tiempo decirlo no hubiera significado ser quemado en una pira de fuego por la Inquisición.

Ya en el tramo del laberinto de los libros del siglo XIX, el Papa caminó hacia el estante que conocía y extrajo entre los libros el delgado libro verde que conocía. Más allá del Bien y el Mal, de Nietzsche. Y lo abrió en la página cuyo borde superior derecho estaba doblado, y donde aparecía subrayada en tinta negra la afirmación de que la religión en sus detalles y en su conjunto es una gloriosa obra artística platónica.

Cerró el libro con el mismo sobresalto que hacía 43 años, cuando fue un joven párroco enviado a la Santa Sede a pulir su teología.

Al entrar al tramo del siglo XX, reunió las manos ante los labios y siguió andando. Eran muy pocos los libreros de aquel siglo, muy anchos los pasillos, y en los ventanales la luz empezada a despuntar. Pasó de largo ante el estante de libros del anterior Papa, un teólogo sutil y amargo.

—Si Nietzsche tiene razón —murmuró en latín y de memoria una oración de Benedicto XVI—, deberíamos quemar los libros de todo el laberinto vaticano. Son arte, no verdad.

En el piso del siglo XXI habían apenas cinco libreros extraviados en el enorme piso de mármol que la luz pintaba de oro. Un librero muy distante del siguiente. No solo era que el siglo apenas había avanzado 17 años, sino que sus teólogos podían contarse en la veintena: el trabajo de intentar conciliar la teología con el asombroso aumento del relato de las ciencias naturales, había convertido al oficio en una labor imposible, o casi.

—Tal vez —pensó el compasivo padre Francisco— deberíamos llenar el espacio restante con libros únicamente de Biología y poblar los templos con árboles frutales y acuarios con peces de colores y aviaros con aves extraordinarias, en lugar de ángeles y auras y cruces de yeso y piedra.

Sacudió la cabeza para espantar el horrendo pensamiento. Y por piedad a la obra artística de 20 siglos de religión cristiana, más 4 siglos de judaísmo previo, el Papa tomó su difícil decisión al salir al aire fresco de la azotea y mirar la ciudad vaticana con todas sus cópulas brillando en el sol. Perdón: cúpulas brillando en el sol.

—Dígale al presidente de Kenia —dijo al celular— que la homosexualidad de los leones es pecado y deben ser separados.

Era el mediodía en Kenia cuando el secretario de Cultura y su cuadrilla de soldados se persignaron ante las rejas de la extensa jaula. Luego los soldados colocaron las ametralladoras en ristre y la comitiva entró al símil de jungla. Los cañones de las cámaras de video y fotografía de la prensa siguieron a la expedición catolizante ascendiendo por el promontorio de rocas blancas y la vieron entrar a la boca negra de la cueva donde los amantes cohabitaban.

Los gruñidos fueron —valga el adjetivo fácil— salvajes. Las ráfagas de metralleta sonoras.

Media hora tardaron en salir, uno tras otro, los leones, el caminar pausado, sus sombras alargándose sobre las rocas blancas, las fauces rojas, goteando sangre. Se tumbaron a tomar el sol blanco de África y a digerir sin prisa, la cabeza frondosa de uno sobre la espalda de seda amarilla del otro. Cariñosos como la palabra leones no suele evocar.

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