Cuando Sebastián volvió al pequeño pueblo situado entre la Sierra Madre Occidental y el Océano Pacífico, en México, su país nativo, de inmediato echó a andar por la orilla de la carretera y tres kilómetros adelante reconoció entre la maleza la brecha que buscaba, siguió por ella, adentrándose entre los esbeltos pirules y luego ascendiendo entre los nopales verde pálido, hasta llegar a la cabaña pintada de azul celeste, donde habitaba la escritora conocida como RT. Así, sin explicación alguna, RT.

La cabellera rubia húmeda y la camiseta ensopada de sudor, el camarógrafo tomó asiento ante la mujer de ojos vivaces cafés y pelo blanco cortado casi al rape, que tecleaba en una computadora. Luego de varios minutos, RT alzó la vista de la pantalla y lo saludó:

—¿Qué te trae de nuevo acá, Sebastián?

—Bueno—dijo él—, me fui porque no sabía para qué diablos había venido a estar contigo. Pero cuando regresé a Los Ángeles y me sumergí en mis asuntos, cada día me sentí más ansioso y perdido, y ahora ya sé para qué he vuelto acá. —Se sonrojó al decir: —Vine acá a buscar mi alma.

Ella asintió, y él se sintió aliviado de que no se mofara de lo que le había dicho.

—¿Quieres saber cómo la perdí?— le preguntó a RT.

—No— respondió ella. —¿Para qué, si voy a regresártela?

Los siguientes días la escritora lo puso a trabajar. Lo envió al pueblo por víveres y abono. Le ordenó escarbar las lombrices de la nopalera y luego a regar el abono por la huerta. Lo mandó a cambiar unos cheques al banco de la ciudad más próxima. Le ordenó barrer la cabaña y limpiarla y lavar su ropa y las sábanas y plancharlas. Tres días después le preguntó si había encontrado ya su alma.

Sebastián, irritado, le dijo que no.

—Más bien me convertí en tu sirviente— le reclamó.

—Siéntate— le dijo ella señalándole una silla fuera de la cabaña.

Ella se sentó en otra silla a su lado. La bola de lumbre del sol se ponía entre los nopales de la nopalera.

—¿Qué entiendes tú por al-ma?— le preguntó, separando en dos sílabas la palabra.

—Tal vez lo que me hace estar vivo en lugar de muerto, no sé. Tal vez una sensación de estar unido con algo mayor que yo. O tal vez… —Sebastián quedó quieto un largo minuto y concluyó: —O de seguro no sé qué demonios es el alma.

—Bueno— dijo ella, —es importante que sepas con precisión qué buscas, porque si lo encuentras no sabrás que lo has encontrado.

—Cierto— admitió él.

—Ahora te pregunto algo más. ¿Dónde aprendiste esa palabra?

—¿La palabra alma?— preguntó Sebastián. —En los libros. En especial leyendo a poetas. Y… —se quedó sin hablar un largo rato… —Sí, originalmente leyendo la Biblia, que de niño me hacía leer mi abuela.

—¿En la Biblia escrita en qué idioma?— preguntó RT.

—En español.

—Bueno, eso lo explica todo –dijo RT. —Voy a contarte la historia de la palabra alma.

Le contó. El Viejo Testamento de la Biblia, escrito en hebreo, se tradujo al latín y desde esa traducción se tradujo luego a las lenguas romances. El alma supuestamente traduce la palabra hebrea nefesh: supuestamente, porque la pequeña palabra alma carga en sí una larga tradición externa, una tradición platónica, y parece referirse a un ser inmortal e incorpóreo. Así que gracias a la vaguedad de la palabra alma, que aparece en las Biblias a cada página, un ejército incalculable de monjas y sacerdotes y otras personas de buena fe han renunciado al mundo material para dedicar sus vidas a encontrar eso vaporoso, incorpóreo y enigmático: su alma.

Sin embargo, nefesh se refiere a algo muy material y muy común. Nefesh significa respiración. Y metafóricamente, vida o persona o cuello o esencia o incluso sangre. Pero directamente, nefesh significa respiración.

El cielo se había vuelto morado y ninguno de los dos habló. Solo respiraban uno al lado del otro. El hombre cuarentón y la mujer de edad indeterminada.

—Y en efecto— volvió a hablar la escritora, —si dejas de respirar, te mueres. Y cuando respiras, respiras el mismo aire que respira todo lo que vive sobre la tierra.

—¿Es tan simple?— preguntó Sebastián. —¿Mi respiración es mi alma? ¿Y me la escondieron unos traductores imprecisos del hebreo al latín?

—Unos traductores romanos educados en el platonismo, que es una filosofía que plantea el origen de cada cosa en un más allá sublime y abstracto, y por cierto inexistente. En fin —añadió ella—, estás servido: te dije que te iba a regresar tu alma y ahí la tienes. Ojalá no la pierdas otra vez.

—¿Cómo puedo perder mi respiración?— se rió él.

RT le respondió simplemente con una sonrisa.

Sebastián regresó caminando al pequeño pueblo vecino absorto en su propia respiración. En un pequeño hotelito tomó una habitación y absorto en ese aire que entraba por su nariz y salía por su boca, se tendió en la cama y se quedó dormido.

A la mañana siguiente desayunó planeando en su celular su viaje de regreso a Los Ángeles: compró el boleto de avión, encargó el automóvil que lo llevaría al aeropuerto, avisó a su asistente que reanudara sus citas. Fue cuando ya viajaba en el automóvil rentado por la carretera que se dio cuenta que hacía varias horas se había olvidado de su respiración, mientras su mente se perdía en mil asuntos.

—¡La perdí otra vez!— dijo Sebastián al centro de la única estancia de la cabaña.

RT completó de teclear una página, puso un punto final, y alzó la mirada.

—Creo que la perdí— precisó el camarógrafo —en los cinco minutos en los que me desayuné un huevo tibio. Esta es ahora mi pregunta: ¿cómo puedo pensar y hacer mil cosas sin perder la conciencia de mi respiración?

—Ah, bueno —dijo ella—, eso sí es un largo aprendizaje. ¿Cuántos años puedes dedicarle?

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