¿Sabes qué? Vete al demonio —dijo Gustavo en el dormitorio. —Soy todo lo que has dicho que soy, pero, y he aquí el detalle que importa, yo soy yo. Y tú eres un vampiro que me succiona la energía vital, que no ha puesto un peso para los gastos de la casa en un año y que encima me copia el peinado.

Gustavo miró a su pareja, en efecto con el mismo peinado que él: un mechón cortado en zig zag sobre los ojos, y esperó una respuesta por lo menos con la misma cantidad de veneno que su ataque.

Y sí, la boquita venenosa de Rita, capaz de dichos épicamente malvados, se abrió, y entonces sonó la alerta sísmica.

Bajaron aprisa las escaleras. Se encontraron en el rellano a la vecina con su bebé en brazos. La rebasaron. Rebasaron a la dueña del edificio, una mujer mayor, que bajaba agarrándose tontamente de la pared. Rebasaron a los niños del cuarto piso. A las sirvientas del tercero. Cruzaron la calle corriendo.

Nada temblaba. No había temblor. Maldita ciudad inservible, pensó Gustavo, cuando hay temblor no suena la alarma y suena cuando no hay.

—Ya me quiero ir a Hollywood —informó Gustavo en voz alta a los vecinos de los otros edificios.

Pensaba caerle a Gael García Bernal en Los Ángeles y pedirle los datos de su agente, que a su vez le abriría la oportunidad de hacer un casting para una película de Scorcese. Un plan infalible.

A la medianoche de ese mismo día, volvió a decirle a Rita en el dormitorio:

—Ya vete, carambas. ¿Por qué sigues acá? Cada cuál su vida, nacemos solos y morimos solos. Ubícate.

Entonces, otra vez, sonó la alarma, y Gustavo se preguntó si era Dios el que intervenía para castigarlo por su soberbia o si era el azar el que interrumpía su convicción.

Chasqueó la lengua, y fue a la cocina a tomar una galleta de coco. Los estantes de madera repletos de la vajilla blanca se desplomaron, uno sobre el otro: un acordeón que se cierra estruendosamente.

Cinco segundos después gritaba como loco saltando peldaños por la escalera. Las paredes tronaban. El barandal de la escalera temblaba. El bebé de la vecina lloraba igual de alto que él, en brazos de su madre, que bajaba gritando. Los rebasó. Rebasó a los niños de los apartamentos y a las sirvientas y a la mujer mayor, la dueña del edificio, que bajaba como una ciega, agarrada a la pared que se movía.

La imagen se le cruzó a Gustavo en los ojos abiertos: su padre aplastado bajo un trozo de techo. Pálido. Escapado de la vida. Gustavo niño hincado y llorando a su lado. Su madre sentada en un sofá bañada en cal, blanca como un fantasma.

El terremoto de 1985 lo había dejado no solo huérfano, sino eternamente furioso.

Se detuvo en el rellano. Las paredes oscilaban. Lloviznaba cal. Regresó sobre sus pasos escaleras arriba.

Le soltó las manos de la pared a doña Bety. Le tomó una mano. Las paredes tronaban.

—Usted copie mis pasos —le dijo. Y aceleró la bajada.

La mujer se dejó llevar. Peldaño por peldaño.

De nuevo: no es posible, pero así sucedió: en menos de un minuto llegaron a la calle oscura.

Cruzaron al parque negro, abarrotado de siluetas inquietas, en el cielo resplandecían misteriosos relámpagos violetas y azul claro, y en medio de la improvisada pijama party de los vecinos, que hablaban por los celulares, se tomaban selfies y reporteaban las noticias del sismo, Gustavo notó que tenía frío y que estaba descalzo, en boxers, sin camiseta.

Se abrazó el pecho.

El piso de adoquines volvió a temblar y los vecinos se quedaron callados y adelantaron los celulares para tomar los detalles de la réplica, todos ellos corresponsales de una agencia de noticias llamada Nosotros. Las ramas moviéndose. Los cables eléctricos echando chispas.

Cuando dejó de temblar, una silueta en la oscuridad dijo:

—Que no hay víctimas reportadas en la Ciudad de México.

Otra reportó:

—Juchitán está destrozado.

Otra:

—Irma llega a Miami.

—¿Y tu mujer? —a su lado, doña Bety se lo preguntó a Gustavo.

Sin soltarse de su propio abrazo, caminó buscándola entre las sombras, aprovechando el resplandor de los celulares para tratar de reconocerla.

No estaba en esa vereda del parque. No estaba en el redondel desierto de la fuente. No estaba en la calle que cortaba al parque en dos mitades. ¿Se había quedado arriba en el departamento?

Rita era capaz de haberse quedado arriba y de estar aplastada por un pedazo de techo, solo para probar que él era una mierda de persona.

Al entrar al departamento oscuro, le sorprendieron las voces distantes.

En la cocina, tenuemente iluminada por las hornillas encendidas de la estufa, habían cerca de diez personas, rolándose una botella de tequila. No distinguió a nadie conocido entre las sombras pero a la botella sí: era su botella de Don Julio reserva especial, de dos mil quinientos pesos, la que pensaba llevarle de regalo a Gael, cuando fuera a Hollywood.

—Bienvenido a tu casa —se rió una sombra risueña con una gorra de estambre.

—Es que se rompieron los caballitos de tequila —se disculpó otra desconocida, antes de empinarse la botella de Don Julio.

—Toma pan para el susto —le susurró a un lado un tipo con el pelo parado, como de loco. Y le ofreció uno de los cuernitos que había comprado esa mañana en la panadería de la esquina.

Gustavo ya de cerca lo reconoció. Era el despachador de la panadería.

—Solo tengo estos chocolates —distinguió la voz de su mujer llegando desde el pasillo.

La caja de chocolates empezó a rolar entre las sombras y él se acercó a Rita.

Le tomó la cara tibia entre las manos y la besó en los labios calientes, y ella le pasó la mano por la espalda desnuda y la metió en sus boxers.

Caray, Rita no lo respetaba, era desordenada e imprevisible, y tal vez por ello mismo tenía un fuego verdadero, una boca carnosa siempre caliente y un corazón más generoso que el suyo.

Y era su mujer porque él era su hombre.

Igual que él era de la maldita ciudad inservible porque la ciudad era de él.

La ciudad que la madrugada del terremoto de 1985 le mató a su padre, la misma que esta noche le recordó que estaba vivo.

Lo pensó y entonces volvió la luz.

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