Faltan escasos 140 días para las elecciones. Los principales contendientes por la Presidencia han consumido dos meses sin colocar en la esfera pública un solo tema que los contraste entre sí o que demuestre que entienden las exigencias ciudadanas más elementales.

Andrés Manuel López Obrador, Ricardo Anaya y José Antonio Meade —citados en el orden que ocupan en las principales encuestas— han exhibido cierta capacidad de hablar, pero ninguna destreza para escuchar. Y los oídos sordos no son el mejor recurso si se desea encarar el mal humor social que nos domina desde hace años.

El competidor más desconcertante en esta carrera hacia Los Pinos es Meade Kuribreña. Podría ser descrito como un hombre que cultivó por años su pulcritud. El día que logra lo que cree será un gran empleo, se le informa que su tarea inmediata es conducir el camión de la basura. El vehículo desborda suciedad, malos olores y tan desvencijado está que incluso habrá que empujarlo, a riesgo de que la mugre y la ruina se le impregnen y acabe transformado en alguien ajeno al que siempre fue.

Más allá de sus credenciales administrativas y técnicas, Meade debe su postulación a dos condiciones: ser apartidista y no estar involucrado en escándalos de corrupción. Pero en 50 días no ha dedicado una hora, un mensaje, una imagen que lo identifique con la sociedad civil. Puede argumentarse que la ley electoral le impone, como “precandidato”, sostener interlocución únicamente con militantes de la coalición que abandera. Pero ya se reunió con un boxeador y un cantante vernáculo. ¿Por qué no con víctimas de la violencia, con jóvenes sin empleo, con mujeres agraviadas y otros grupos vulnerables, o con intelectuales…?

No hay, ni habrá, en esta campaña agenda más central que el combate a la corrupción. ¿Dónde están las posturas de Meade al respecto? Se entiende que haya acudido a las obras del nuevo aeropuerto para apoyar un proyecto estratégico, pero sospechoso de portar intereses oscuros. La diferencia la habría hecho si, junto a la defensa de la obra, el precandidato hubiera subrayado que, sin embargo, castigaría, como presidente, a cualquier empresa a la que se le que le descubran actos irregulares. Pero dejó pasar la oportunidad.

López Obrador, de acuerdo con todos los estudios levantados, tiene como principal virtud la forma como se conecta con la gente. Y hay que asumir que tampoco oculta cadáveres en el armario de la corrupción, o ya se los hubieran arrojado al rostro durante todos estos años.

Pero en la medida en que se consolida su imagen presidencialista, su primer círculo de colaboradores se vuelve más opaco. No los que presenta para gabinetes hipotéticos, sino aquellos que en realidad influyen en él, lo representan o toman, incluso, decisiones en su nombre. Se trata de un puñado de personajes, entre ellos sus hijos, en particular Andrés López Beltrán. Julio Scherer Ibarra, al que recién presentó como operador clave y virtual candidato plurinominal a diputado federal, ha sido por años un cabildero del gobierno de la ciudad de México para negocios y asuntos muy poco claros.

Y si el carismático político tabasqueño no rinde cuentas ni al interior de Morena, donde su voluntad es inatacable, hacia fuera su capacidad de interlocución real con una agenda ciudadana es nula. Sólo así se entiende que sus propuestas evoquen tiempos idos. Que se estanque, por ejemplo, anunciando refinerías cuando el mundo ya piensa en código digital y de tecnologías limpias.

Ricardo Anaya ha logrado avanzar con una imagen de candidato joven que logró conjuntar a dos agrupaciones de larga trayectoria e ideológicamente dispares. Sus principales afanes, no obstante, los agota en la realización de spots visualmente llamativos pero vacíos de contenido. Un análisis de su mensaje desnuda su nula experiencia en cargos públicos, salvo aquellos en Querétaro de los que, según señalamientos consistentes, se valió para enriquecerse.

Una dramática característica que identifica a los tres presidenciables es la singular carga adicional sobre sus hombros. Si Meade fracasa en su intento por llegar a Los Pinos, atraerá al PRI el riesgo de extinción, al menos como lo conocemos ahora.

Ricardo Anaya corre hasta ahora en un segundo lugar y sigue creciendo, entre otros motivos, porque Meade ha decidido no atacarlo. Pero deberá hacerlo si quiere dejar pronto el sótano. Si Anaya se descarrila, los propios panistas se encargarán de destrozarlo y perderá el control del PAN, que podría ver surgir de su interior un nuevo partido.

Es un lugar común decir que ésta es la última llamada para López Obrador. Perder por tercera vez la Presidencia no sólo lo arrojará al olvido en la historia, sino que dejará la izquierda fracturada y sin recambio en sus liderazgos. Puede tomarle décadas recomponerse.

rockroberto@gmail.com

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