El sábado dio inicio un proceso de amnistía para dejar en libertad a funcionarios o gobernantes del antiguo régimen autoritario. Así fue anunciado durante el discurso emitido en el Zócalo por el presidente Andrés Manuel López Obrador, en el numeral 88 de las propuestas principales de su gobierno.

Liga esta iniciativa con lo que dijo ese mismo día, por la mañana, en el Palacio de San Lázaro: “Esta nueva etapa la vamos a iniciar sin perseguir a nadie … Propongo al pueblo de México que pongamos punto final a esta horrible historia y mejor empecemos de nuevo … que no haya persecución a los funcionarios del pasado … que la Presidencia se abstenga de solicitar investigaciones en contra de los que han ocupado cargos públicos.”

Este es, acaso, el planteamiento más polémico entre los argumentos con que comienza su mandato; tanto que mereció, por única vez, la interrupción de los legisladores durante la sesión del primero de diciembre.

La discordia se debe a que no se conoce la letra pequeña del proyecto de amnistía. ¿Cuáles son realmente los alcances de esta iniciativa?

En un extremo cabría la versión dura del perdón y la indulgencia: una ley de punto final que ordene la prescripción de toda acción en contra de funcionarios involucrados o imputados en actos criminales.

En el otro extremo referiría al perdón sólo para beneficiar a los altos funcionarios que hubiesen cometido actos de corrupción de tipo económico o financiero.

¿A cuál de estos supuestos responde la iniciativa? ¿Se trata de no perseguir al gobierno saliente y a los gobernadores señalados por corrupción? ¿O el planteamiento incluye, por ejemplo, a los responsables de las masacres de Tlatlaya, Apatzingán, Tanhuato, Piedras Negras o Monclova?

Este nivel de precisión no ha sido ofrecido todavía y de ahí la polémica: una cosa es que López Obrador haya decidido no perder energía y capital político en perseguir a su antecesor, y otra muy distinta es darle la espalda a la exigencia de justicia para esclarecer y castigar a los responsables de una larga década de violencia, donde han muerto más de 250 mil personas y han desaparecido alrededor de 60 mil víctimas.

Es cierto que el presidente instruyó la creación de una comisión investigadora para el caso Ayotzinapa —que será presentada el día de hoy mediante un decreto del Ejecutivo—, pero sería moral y constitucionalmente inadmisible que el expediente de los normalistas fuese una excepción de la amnistía, y en contraste, el resto de los asuntos terminase enterrado para siempre.

La imprecisión se debe a la manera como hasta ahora se ha fraseado el tema: ¿qué quiere decir el presidente con eso de que dejará libre a “funcionarios o gobernantes del antiguo régimen autoritario”? ¿A qué funcionarios refiere? ¿A militares o policías que violaron derechos humanos? ¿A servidores públicos que se dejaron corromper por el crimen organizado? ¿A quienes se hicieron de la vista gorda cuando ocurrieron las peores masacres?

López Obrador puede poseer nobles sentimientos a favor de la indulgencia, pero no tiene derecho a imponer su ética personal sobre los familiares de las víctimas, aún menos si la lógica del perdón camina en contra de la Constitución.

ZOOM:

Si el principio general es que nadie debe estar por encima de la ley, tal cosa debe incluir a los funcionarios que cometieron delitos graves relacionados con la ola tremenda de violencia. El presidente no tiene facultades para perdonarlos.

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