Había una vez una superpotencia muy cercana que dominaba todos los confines de la Tierra con unas cuantas palabras de su presidente, que eran instrucciones giradas a su gabinete y a los jefes de Estado del resto de las naciones.

Un día, esa superpotencia regida por instituciones respetadas por siglos de historia, inició su proceso de elección presidencial. Orgullosa de su vocación democrática —pese a sus cuestionables procesos electorales—, fue sorprendida con la victoria de un candidato cuyos únicos atributos son la beligerancia, el racismo, la misoginia y la intolerancia.

Bajo el lema “Hagamos a América grandiosa nuevamente”, esa superpotencia, que desde que finalizó la Segunda Guerra Mundial lideró en forma incuestionable a las naciones occidentales y disputó con la Unión Soviética la hegemonía mundial, parece que recibió, y sin cuestionamientos, la instrucción de replegarse al mundo de la obscuridad.

Si no fuese porque sería descabellado imaginarlo, podría pensarse que alguien determinado a acabar con el poder hegemónico de Estados Unidos, está dirigiendo la agenda, los discursos e incluso los tuits del presidente Trump.

Pero si de teorías de conspiración se trata, lo cierto es que ya nadie se atreve a negar la injerencia rusa en el proceso electoral estadounidense, que llevó a la victoria a Trump.

El miércoles 1 de noviembre, el Comité de Inteligencia del Congreso de Estados Unidos exhibió una muestra de los 3 mil anuncios publicados en espacios comprados por agentes rusos.

Facebook reconoció que las publicaciones alcanzaron a 126 millones de norteamericanos en esa red y a 20 millones en Instagram, sin contar con las publicaciones personales.

Twitter, por su cuenta, identificó 2 mil 752 cuentas y más de 36 mil bots controlados por rusos que tuitearon 1.4 millones de veces durante las elecciones.

Google encontró mil 108 videos en YouTube con 43 horas de contenidos relacionados con la campaña, diseminados por agentes rusos.

En la muestra quedó evidenciada la forma en que agentes extranjeros fueron capaces de influir en el ánimo de los ciudadanos estadounidenses y dividirlos en los temas más sensibles para esa nación.

Lo más escalofriante es percatarse de la capacidad de mimetizar la publicidad a la forma de expresarse de los diferentes grupos étnicos, religiosos, ideológicos y de dirigir los mensajes a cada grupo en particular.

En la audiencia, que se llevó a cabo en el Capitolio, la senadora Dianne Fenstein sentenció ante los abogados de Facebook, Twitter y Google:

“Yo no creo que ustedes entiendan de lo que estamos hablando, es el comienzo de un cambio cataclísmico. Estamos hablando del comienzo de la guerra cibernética. Estamos hablando de una superpotencia con la sofisticación y habilidad de involucrarse en las elecciones presidenciales y tejer conflicto y descontento en todo este país: No nos vamos a ir, señores. Y esto es un asunto de la mayor importancia.”

Estamos frente a una nueva —o no tan nueva— fórmula para la propaganda, con la intención sistemática y deliberada de conformar percepciones, manipular conocimientos y dirigir comportamientos para obtener el comportamiento deseado.

Aunque para nosotros, los mexicanos, no es tan novedosa. Para nosotros, desde las pasadas elecciones presidenciales, no nos es ajeno el término “peñabots”.

Pero lo que es cierto es que como nunca antes, he sido blanco y testigo de las formas en las que el establishment manipula la realidad y la consciencia de las masas hasta hacerlas creer, sin cuestionar, en Su Verdad.

El renombrado politólogo estadounidense Reinhold Niebuhr explicaba que la persona promedio es demasiado infantil y estúpida para saber lo que es bueno para ella, y que para mantener las instituciones democráticas se requiere de la manipulación ideológica, que es correcta porque es por su propio bien.

Confieso que en ocasiones caigo en la tentación de coincidir con Niebuhr, aunque de inmediato lo espanto. No quiero ni puedo pensar, no puedo perder la esperanza de que exista una mayoría que se atreva a reflexionar. La verdad no es como la pintan, estoy cierta de que lo saben, atrevámonos a pensar.

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