Pido disculpas a los lectores si esta columna tiene y no tiene que ver con el medio ambiente. En realidad, tiene más bien que ver con dos preguntas que la humanidad se ha hecho desde el principio de los tiempos. De dónde venimos y adónde vamos. Y si me hago hoy éstas preguntas es porque creo que todo está relacionado, el pasado, el presente y el futuro. Y que sólo con estadistas que se atrevan a tener una visión realista de largo alcance, podremos salir del agujero negro en el que nos hemos metido.

Llegué a México de Colombia hace 40 años, el 1 de agosto de 1979. De Bogotá a Heroica Guaymas de Zaragoza. Aunque no soy creyente, sí que creí entonces que había llegado al Paraíso con sólo un morral a cuestas y una escala en el camino. Soy migrante o por lo menos así me veo desde que aterricé en Guaymas. En Sonora me recibió uno de los veranos más calientes jamás registrados y la gente más solidaria que yo había conocido. En resumen: soy colombiano de nacimiento y mexicano por adopción y decisión propia. Los dos países por los que estoy dispuesto a dar la vida. Sin retórica.

En Colombia vengo de las altas montañas, soy campesino de cumbre y ruana. En México soy de Sonora, de Michoacán, de Oaxaca y del DF. He bebido siempre de la mexicanidad, de aquella que admiramos millones de latinoamericanos, muchos fantaseando por lo que veíamos en el cine y que hacía soñar a nuestros minúsculos y olvidados pueblos de origen. En mi caso, Moniquirá, la dulce, la pequeña, la idealizada, la del olor a guayaba y panela. En esos años mis amigos y yo jugábamos a ser Pedro Infante, Viruta y Capulina, Cantinflas, el Santo, Blue Demon. México era nuestra brújula, nuestra inspiración. Más allá de Los Doors, los Estados Unidos ni pintaban.

Muy pronto me di cuenta de que había nacido en Colombia para ser mexicano y que había emigrado a México para ser colombiano. Amo a estos dos países: son mi norte y son mi sur, los que abren sus costas a dos océanos, los más biodiversos y ricos en culturas y en lenguas indígenas. Pero también son los más sufridos, los más azotados por la violencia, el narco, la corrupción, la inequidad, la demagogia y la pobreza. Dos países instalados en una encrucijada social y política que parece no tener fin.

Cuando llegué a Guaymas, no sabía votar, nunca había votado. Eran los tiempos de José López Portillo, la devaluación y la defensa del peso como un perro. Siguió Miguel de la Madrid; y más allá de haber visto fugazmente a uno de sus hijos en un bar de San Carlos “Nuevo Guaymas”, su sexenio no significó nada para mí. Por azares del destino, me quedé a vivir en Guaymas, enseñando y aprendiendo. Y me enamoré locamente del Mar de Cortés y de una mexicana dotada de gracia, nobleza y sencillez, una verdadera suerte que hasta hoy siga siendo mi esposa.

Llegaron Carlos Salinas de Gortari, el asesinato de Luis Donaldo Colosio, los Zapatistas y el subcomandante Marcos. El año siguiente, con Patricia, nos fuimos a trabajar a África para las Naciones Unidas y desde allí saltamos a los Países Bajos, al Golfo Pérsico y a los Estados Unidos. La defensa del medio ambiente se convirtió en mi lucha. Regresamos a México para celebrar la victoria de Vicente Fox y la anunciada extinción del PRI. Estábamos, como muchos mexicanos, embriagados de esperanza por el cambio democrático que se anunciaba a los siete vientos desde el Ángel de la Independencia.

Sólo he votado tres veces. La primera por Noemí Sanín, en 1998, la mujer que más cerca ha estado de la presidencia de Colombia. Voté por ella, aun sabiendo que no ganaría, porque estoy convencido que las mujeres tienen el sentido común más activado que los hombres. En México, en 2012, voté por Andrés Manuel López Obrador. Al igual que millones de mexicanos, creí en él por su terca lucha social y porque estaba hastiado de la dictadura disfrazada del PRI. Pero también porque no podía más de las promesas incumplidas, la incapacidad, la violencia, la muerte y el cambio que nos quedaron debiendo el PAN, Vicente Fox y Felipe Calderón. Siguió el sexenio de Enrique Peña Nieto, que acabó asfixiado por los escándalos de corrupción y los gobernadores acusados de ladrones.

En 2018, menos ingenuo, ya no voté por AMLO. Anulé mi voto al votar por una persona, no por un partido. No obstante, no me da vergüenza admitir que hoy, a exactamente seis meses de iniciado su gobierno, todavía le doy al presidente López Obrador el beneficio de la duda; aun siendo consciente de que, desde la oposición, todos prometen; pero cuando llegan al poder todos encogen sus promesas y se justifican con gestos mediáticos. Culpar al gobierno anterior de lo que no funciona se ha convertido en el chivo expiatorio de las democracias latinoamericanas.

Como millones de compatriotas, confío en que no sea el tiempo el que me diga, una vez más, hacia dónde no estamos yendo. Por eso pido claridad, congruencia, respeto, imaginación y acciones bien definidas que demuestren que el nuevo gobierno trabaja en beneficio de todos los mexicanos. Nos toca, a todos, desde nuestra propia trinchera, vigilar y luchar para que el cambio anunciado no termine en otra ilusión sexenal.

Científico y ambientalista     @ovidalp 
 

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