El sismo sigue siendo nuestro pan de cada día, queremos hablar de otra cosa, leer un libro, caminar, emborracharnos y todo nos lleva a ese instante de todos. Y luego a lo que ahora es evidente: el después. El duelo, las pérdidas de vidas, o de casas, o de cosas, las decisiones. Si tuvimos la fortuna de no perder nada, de tener apenas una fisura en la pared, también perdimos algo: la calma y el sueño. Para quien viene de visita a la Ciudad de México los estragos del sismo no son evidentes. Es necesario mostrar el hueco, contar que apenas hace tres semanas allí estaba no sólo un edificio, sino muchas maneras de vivir y soñar. Pero el sismo nos sale al paso, cuando miramos los edificios cercados y la estructura grita, advierte en sus rasgaduras que es inhabitable y sospechamos el horror estando dentro o contemplándola por fuera, o que será reparada y habrá que recuperar la confianza cuando volvamos a subir las escaleras, acomodemos los libros, colguemos un cuadro. ¿O no podremos y elegiremos otro techo, otra ciudad? ¿Cómo se vive con una ciudad vulnerada y vulnerable? Aprendimos a hacerlo después del 85 pero el entrenamiento no cesa, y nosotros tenemos que mediar entre el miedo y remontar. Me duelen las imágenes de quienes habitan carpas improvisadas como antesala para una vida que habrá que construirse de nuevo, y que nos hace replantearnos el sentido de poseer: un techo, cobijas, ropa, trastes, alhajas, objetos, aparatos, coches porque podemos perderlo todo y entonces tenemos que hacer el recuento o decidir el olvido. Se pierden fotos y las huellas de quienes fuimos; el sismo hace lo que las guerras: desarraiga. El sismo descoloca y enfrenta a lo inevitable: estar dispuestos a perderlo todo y a construir de nuevo. El desacomodo que provoca el sismo obliga a conversaciones, a deshacerse de cosas, a decidir qué es lo imprescindible. Porque hay quienes tienen la oportunidad de entrar a sus edificios en riesgo sólo por breves instantes para extraer lo que es preciso tener para seguir andando. ¿la taza predilecta?, ¿la foto del buró?, ¿la pulsera de la abuela?, ¿las cartas en el cajón?, ¿las escrituras de la casa? Las nubes virtuales salvan documentos y conversaciones, manuscritos y proyectos, imágenes, bitácoras. El mundo flotante libra de los escollos de una corteza terrestre en perpetuo acomodo. Pero lo imprescindible no sólo son las cosas, sino el despertar mirando por la ventana, el amarse sobre el colchón, el reírse alrededor de la mesa, el llanto en el sofá. Lo intangible. Eso no estamos dispuestos a perderlo, si acaso a encontrar donde reconstruir la alegría y el abrazo. Después del actuar veloz, solidariamente, con torpezas y aciertos, viene la caída lenta del polvo, la cortina que se descorre en el escenario de la realidad cotidiana. Allí donde lo que sucede nos hace mirar y vivir de otra manera: nunca somos los mismos después del instante de todos. Se acumulan las lecciones y a lo mejor las medidas preventivas para la construcción, la evacuación, el respaldo de la información en la nube, el compromiso ético, y la elección de lo imprescindible, pero la herida y su cicatriz no se borran, sólo resisten.

El desacomodo nos hace otros frente a lo inmediato, o lo que nos sale al paso, o lo que las imágenes nos traen desde las iglesias sin campanas, los edificios vencidos, las casas tiradas. El reclamo mudo de las construcciones habla por el dolor humano. No nos queda más que, resolviendo lo urgente, darle cabida a la música y los sueños, a la risa y al tajo de felicidad que nos corresponde: al reacomodo.

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