Me han sorprendido algunas críticas a Coco, la película de Pixar que, en un esfuerzo inédito para ese exitosísimo estudio de animación, se concentra en el Día de Muertos, nuestra cultura popular y, de manera profunda y sutil, en la dinámica familiar mexicana. Para ser franco, no entiendo bien esa ridícula voluntad de indignarnos cuando alguien que no lleva el sello de aprobación de lo “auténticamente mexicano” se atreve a sugerir una interpretación de lo que somos. Mucho menos entiendo el rasgado de vestiduras porque Pixar optó por celebrar figuras icónicas de la cultura popular, como si hablar de Frida Kahlo, el Santo, la música de mariachi o Pedro Infante fuera una traición, de nuevo, a lo que realmente vale la pena de México. El esnobismo debería encontrar sus límites, primero, en la innegable importancia que todavía tiene para millones esa misma cultura popular que muchos quieren desechar por barata o inconsecuente y, segundo, en el efecto concretísimo que, en tiempos del nativismo y las mentiras antimexicanas del trumpismo, tendrá en millones una película que celebra el colorido, la devoción, la unión y la alegría de lo mexicano.

Para mí, sin embargo, el encanto de Coco no tiene que ver con una defensa de la fiesta, la música o la familia en México (todo ello digno de celebración). Lo que encuentro valioso es que retrata una de las heridas más dolorosas de la vida mexicana: la desaparición de la figura paterna. Como ya he contado antes en este espacio, por más de un lustro he concentrado mi trabajo en Univisión en entrevistar a cientos de inmigrantes hispanos y registrar sus anhelos, entusiasmos y sufrimientos. En la gran mayoría de estas historias de vida he encontrado dos factores en común. El primero es, precisamente, la ausencia del padre. He escuchado de todo: padres que abandonan, padres que emigran y olvidan, padres alcohólicos violentos, padres sobrios violentos, padres distantes, padres violadores, padres asesinados. Se trata, me atrevo a decir, de un patrón: un gran número de mis entrevistados crecieron ya sea aguantando figuras paternas patéticas, trágicas o destructivas o aprendiendo a sobrevivir en familias donde el padre no era más que un recuerdo, y a veces ni siquiera eso. En ese sentido, Coco no podría ser más fiel a la realidad mexicana y, en más de un sentido, más valiente a la hora de hurgar, aunque sea entre canciones y en dibujitos, en esa herida. Basta escuchar a nuestros paisanos para descubrir que la norma son hombres como Héctor, el personaje de Gael García Bernal que, aunque fuera en un desenlace dramático durante la persecución de un sueño artístico, deja solos a los suyos (yo mismo he entrevistado a músicos mexicanos así, en un lugar que se llama, curiosamente, la Plaza del Mariachi).

La ausencia de los padres deriva en el otro factor en común que he encontrado entre los inmigrantes hispanos en Estados Unidos y que, de nuevo, Coco representa con fidelidad: el papel heroico no solo de las madres mexicanas sino también de las abuelas, que fungen como madres sustitutas o, al menos, complementarias. La severa pero cariñosa abuela de Miguel, el joven protagonista de Coco, es un retrato verosímil de las abuelas que asumen la crianza de sus nietos como si fueran sus hijos; abuelas que de “abuelitas” no tienen nada. En las historias que he escuchado, la educación de los hijos se convierte en un ejercicio en común entre las mujeres mexicanas, que a veces tienen que hacerse de un oficio de la nada (de nuevo: como en Coco) para ayudar a sobrevivir a los suyos. En muchos casos, por supuesto, ese oficio no es suficiente y las madres tienen que emigrar para proveer para sus hijos, que permanecen a cargo de las abuelas. La migración no es parte de la historia de la película de Pixar, pero el papel heroico de una matriarca sí lo es: la valentía de la abuela original, Mamá Imelda, es la que está en el corazón de millones de familias mexicanas, víctimas de figuras paternas desobligadas, vacías y hasta repugnantes pero rescatadas por mujeres absolutamente extraordinarias quienes, a través de una devoción casi religiosa, les aseguran una vida a los suyos.

Así, Coco no es solo un festín visual de alebrijes voladores, guitarras de mariachi, cantantes románticos, ilusiones de infancia y papel picado. Coco es algo mucho más profundo. Esta película de animación, hecha por un estudio estadounidense que dedicó años a estudiar lo nuestro, ofrece un retrato conmovedor y alarmante: un país donde sobran los padres que cantan Recuérdame mientras las madres aprenden a fabricar zapatos para poner comida en la mesa, un país en el que muchos padres se han ganado el olvido al que, a veces por dolor y a veces por mero instinto de supervivencia, son condenados por aquellos a los que han dejado atrás. Ese retrato –ese espejo– es el logro mayor de Coco y, creo, la razón que explica su éxito en México. Lástima que no sea motivo de celebración.

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