Por décadas, México ha exigido a Estados Unidos un trato digno a los millones de migrantes que han dejado nuestro país para buscar una vida en el norte. Con la caravana de migrantes centroamericanos que llegaron el viernes pasado al cruce fronterizo con Guatemala, el gobierno mexicano tuvo la oportunidad de poner el ejemplo, de mostrarle a Estados Unidos y al mundo que hay una manera correcta de atender a los más necesitados, a aquellos que huyen de una situación imposible solo con el afán, en su enorme mayoría, de encontrar la posibilidad ya no de vivir mejor sino de meramente sobrevivir. Era una oportunidad única y en un momento político inmejorable: si el gobierno de México hubiera tenido un ápice de imaginación, de prevención y de corazón, nuestro país se habría convertido en el ejemplo virtuoso que fue en otros tiempos cuando, a principios del siglo XX, abrió las puertas de manera ordenada a refugiados que escapaban de los horrores de su propio tiempo. En cambio, en su enésima muestra de incapacidad, el gobierno de Enrique Peña Nieto hizo exactamente lo contrario. Al convertirse en la ansiada “primera línea de defensa de América del Norte” que tanto pregonan los radicales nativistas que acompañan a Donald Trump y hacerlo además con una torpeza inusitada, dando prioridad al despliegue punitivo antes que a más y mejores recursos para tramitar peticiones de asilo o ingreso, México perdió la legitimidad moral para reclamar nada en el futuro. ¡Con razón Donald Trump está encantado!

Dada la magnitud de lo ocurrido, esta es seguramente la primera vez que muchos mexicanos se enteran de la crisis humanitaria de Centroamérica y los abusos en la frontera sur. Por desgracia, el asunto no es nuevo. México ha maltratado a los migrantes centroamericanos por sistema. En los cuatro años desde su implementación, el Programa Frontera Sur de seguridad ha dado pie a un sinnúmero de injusticias dadas a conocer, entre varios más, por Amnistía Internacional, cuyos reportes del tema son desoladores. Dice la organización que “el gobierno mexicano incumple de manera habitual la obligación que le impone el derecho internacional de proteger a quienes necesiten protección internacional y viola reiteradamente el principio de no devolución (non-refoulement), que prohíbe devolver a una persona a situaciones donde corra riesgo real de sufrir persecución u otras violaciones de derechos humanos”. Las cifras de atropello a migrantes centroamericanos que encontró Amnistía Internacional son de escándalo. 75% de los migrantes no fue informado de la posibilidad de solicitar asilo en México. 69% dijo que nadie les preguntó las razones por las que escapaban de sus países, mientras que 84% no quería regresar a su país porque temían por su vida. El resultado, claro está, ha sido la deportación masiva y sin miramientos de la gran mayoría de potenciales refugiados. México, de hecho, deporta más centroamericanos que Estados Unidos. Human Rights Watch ha documentado la crueldad implacable del Estado mexicano con, por ejemplo, los niños migrantes, a los que otorga asilo en un porcentaje minúsculo, prefiriendo la deportación arbitraria para devolverlos al infierno de donde vienen. A esto hay que sumar el incremento de crímenes de odio contra inmigrantes centroamericanos en el sur de México y la vergüenza alcanza proporciones históricas.

¿Qué ha hecho el gobierno mexicano para atender la crisis? A pesar de la panegírica reciente del canciller Videgaray, la respuesta es… nada. Baste como ejemplo el presupuesto anual de la Comar, la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados, órgano de la Secretaría de Gobernación encargado, hipotéticamente, de aliviar el conflicto. La Comar recibe al año poco más de un millón doscientos mil dólares. El Instituto Nacional de Migración tiene asignado ochenta veces más. La Comar está mal organizada, mal localizada y desprovista del personal suficiente como para cumplir su función. Contra lo que ha dicho Videgaray en sus últimas semanas como funcionario público, el gobierno al que pertenece se ha preparado particularmente mal para hacer frente a un desafío humanitario urgente y previsible.

Por si todo esto fuera poco, la crisis de los últimos días también ha abierto la cloaca de nuestros prejuicios. Como periodista mexicano en Estados Unidos he tenido que escuchar y desmontar argumentos nativistas por años, incluso antes de la llegada al poder de Donald Trump. Esos prejuicios, que siempre arraigan en el miedo irracional y la ignorancia, se repiten ahora en México con una semejanza aterradora. La reacción ha sido particularmente horrenda en redes sociales, donde se leen explosiones purulentas de racismo, clasismo, nativismo y una larga lista de voces indignas de la mejor versión de nosotros. Como en Estados Unidos, la gran mayoría es una mezcla de desconocimiento y falta de corazón. En esto, también, hemos perdido la legitimidad moral de la que antes presumíamos en la agenda migratoria de la región. ¿Cómo podemos exigirle a los votantes trumpistas que vean con justicia y humanidad la vida de los inmigrantes, esos que han ayudado a construir Estados Unidos y a enriquecer a su sociedad, cuando nosotros escupimos en la cara de los hondureños, guatemaltecos y salvadoreños que, siendo en su inmensa mayoría gente de bien (no lo digo como ocurrencia: hay estudios que así lo demuestran), solo tratan de seguir con vida? Así las cosas: en solo unas horas en un viernes de octubre, los mexicanos, gobierno y sociedad, perdimos humanidad. A ver qué hacemos para recuperarla.

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