Un video manipulado de la líder demócrata en la Cámara de Representantes estadounidense, Nancy Pelosi, en el que se da la impresión que está bajo los efectos del alcohol por arrastrar la voz, y que ni Facebook ni Twitter quisieron retirar en los momentos en los que se volvía viral, a pesar de sus compromisos con la no distribución de información falsa, refleja claramente lo que es la política en la era digital.

La incursión de las redes sociales en la política tiene, como el dios Jano, dos caras: la buena y la mala. El problema es que esta última va cepillando a la primera. Las redes sociales son tan fáciles de manipular para propagar falsas noticias y desinformar, que los sofistas modernos (que se reproducen precisamente por esa facilidad) cuentan ahora con un altavoz de una potencia insospechable para difundir sus mentiras y sus trucos retóricos.

La política ha dejado de ser lo que era. Del debate ideológico, sobre todo el que se daba entre izquierdas y derechas, queda muy poco. Lo importante es quién controla los algoritmos que lo saben todo sobre cada uno de nosotros y qué mensaje nos envían, aunque sea una burda distorsión de la realidad. Más que el número creciente de sofistas modernos, me preocupa el número de seguidores que tienen. Constituyen una fuerza que, hoy por hoy, se antoja imparable.

Las retóricas más taquilleras son ciertamente las más siniestras: la xenofobia, la misoginia, el rechazo a las diferencias, a los derechos ajenos, el desprecio por la ley y su entusiasmo frente a una realidad falsificada. Walter Benjamin explicaba la fascinación que en su momento ejerció el fascismo, como efecto resultante de la producción en serie de copias masivas de “objetos culturales” transmitidos a través de la radio y el cine, pero también de fotografías, panfletos y carteles. Surtieron efecto en tanto que lograron vulnerar los valores supremos que jerarquizaban el orden social y crearon una cultura de masas propia. La actuación política de los líderes fascistas se recreaba en su propia eficacia retórica y en el impacto emocional que causaba en las masas, sin importarles sus consecuencias sobre la realidad social. Lamentablemente, como bien sabemos, muchas de ellas fueron trágicas.

En este contexto, pienso que las redes digitales son las que ahora juegan el papel de “estetizar” la política, como entonces lo fueron las artes escénicas y, sobre todo, audiovisuales. Incurren en la misma búsqueda sensacionalista para efectos electorales. Propaganda con una clara intencionalidad. El blanco siguen siendo los valores que jerarquizan y excluyen, sean partidos políticos u otras instituciones, incluida la academia. Utilizan, como antaño, el odio y la infamia. La política como espectáculo, los ciudadanos como espectadores. El problema es que los espectadores acaban por ser, primero cómplices y después víctimas. Se apuesta por la ruptura, no por el consenso. Cuentan más las pasiones que las razones.

Pero si la política es la lucha por el poder, y yo creo que lo es, (aunque también habría de ser instrumento de convivencia armónica) no puede quedarse en un mero reality show. No basta pues, con intentar destruir la reputación del adversario. De hecho, algunos líderes actuales parecen inmunes ante el escándalo. A veces ellos mismos los provocan, ya que no sólo no destruyen, sino que fortalecen su presencia en las urnas. Además, los antihéroes también pueden ganar elecciones, quizá ahora más que antes. Ejemplos no faltan.

Marc Zuckerberg, fundador de Facebook, la omnipresente plataforma, dijo en alguna entrevista que leí hace tiempo, que se interesó en el tema luego de haber tomado algunas clases de psicología en Hravard. Creo que lo que ha logrado, además de una enorme fortuna, es una serie sucesiva de experimentos con la psicología humana a escala planetaria. Todos los días realizan miles de pruebas con millones de usuarios para aprender qué ajustes funcionan en su plataforma y cuáles no; qué colores de fondo son los preferidos, qué tonos de audio son los que propician más interacción, etcétera. Si algo ha puesto de relieve la ciencia moderna, es que la tecnología digital y sus expresiones más sofisticadas, como la inteligencia artificial, representan las más poderosas herramientas del poder que los seres humanos hayamos desarrollado.

No hay que ir lejos para probarlo. La guerra comercial entre los Estados Unidos y China tiene como móvil fundamental el control en el mundo de la tecnología 5G: la de las casas inteligentes, los automóviles sin chofer, las turbinas eólicas, etcétera. Es la tecnología de las llamadas tierras raras, la que es capaz de usar como “antena” las células de la piel, garantizando que el teléfono celular (Huawei, por supuesto) siempre tenga señal. Es la tecnología que ganará las guerras por venir: económicas y políticas. Lo saben bien tanto Donald Trump (en la coyuntura de su campaña electoral) como Xi Jinping (fiel a su tradición cultural de una perspectiva de largo aliento).

Si bien es cierto que las plataformas digitales se desarrollaron originalmente en espacios académicos, también lo es que pronto se convirtieron en espacios para hacer negocios. Pasaron de ser entornos públicos, o casi, a convertirse en plataformas mercantiles. Los datos personales, la información de cada usuario se convirtió así en un apetecible botín para empresas y, por supuesto, para los políticos, que también pretenden vender sus productos, o sea, sus candidaturas.

Si se colapsaron conceptos, que eran principios inmutables como el de la privacidad (derrotado ampliamente por el del dominio público) y surgieron nuevos paradigmas que cambiaron el lenguaje y que han sido capaces de transformar la forma en la que nos comunicamos (textos breves gradualmente sustituidos con emojis) ¿por qué aferrarse a las viejas formas de la política? ¿Qué es más efectivo para ganar hoy en día una elección: la polarización o el consenso? Agregue usted la libre circulación de las falsas noticias y la irrupción, sin censura, de las emociones más precarias: el odio, señaladamente, y la generalización de las infamias. Con estos ingredientes se puede vislumbrar, así sea a grandes trazos, el laberinto de la política en nuestros días.

Era obvio que la política tradicional, al igual que casi todas las actividades humanas, necesitaba transformarse para sobrevivir. No se sabía bien a bien por dónde se iría, pero pronto empezó a hacerse visible: convocatorias tumultuosas instantaneas, reacciones en cadena, procesos electorales inéditos, instituciones rebasadas, liderazgos novedosos, acaso insospechables. Estamos pues ante una nueva realidad política: hay una nueva forma de hacer política. Una que ha mostrado, hasta ahora, ser altamente eficaz, más económica (aunque puede tener costos muy altos), que opera con frecuencia al margen de los principios éticos y de los pilares propios de consenso liberal. Una que se abstrae de los valores que transmite y de sus consecuencias sociales.

Pienso que esto es resultado, en buena medida, de las tecnologías exponenciales que hemos ido adoptando y que influyen decisivamente en nuestra vida cotidiana. Las nuevas tecnologías están en el centro de la lucha por el poder. Creo que urge definir mejor cuáles serán las reglas del juego, no sólo para aprovechar mejor todas las ventajas que estas nos ofrecen sino también (y sobre todo) para evitar las inquietantes distopias de un mundo dominado por una nueva generación de monopolios omnipresentes, mucho mas intrusivos, más prepotentes y ambiciosos. Sin frenos ni contrapesos. Siempre sostuve que la alternativa estaba en el humanismo, en los valores éticos que le dan sustento a la libertad y a la dignidad. Hoy pienso que, aunque todo ello sigue siendo válido, puede ya no ser suficiente.

Embajador de México en la ONU.

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