Compasión y rutinas informativas. Las poblaciones de las regiones que sufrieron los sismos de este septiembre negro experimentan y seguirán experimentando por un tiempo una serie de emociones y sentimientos encontrados, de acuerdo a sus experiencias traumáticas y las influencias del entorno. Del pánico del momento pasamos al miedo que perdura ante la eventualidad del regreso del monstruo trepidante. A ello se sobrepone el dolor por las centenares de muertes: un dolor compartido con los deudos por los millones que asistimos a estos dramas a través de medios y redes. Y aún hay que agregar el sentimiento de pérdida material: la frustración al ver deshacerse patrimonios familiares enteros, que con frecuencia se limitaban a la vivienda o apenas a su mobiliario.

Estos hechos han generado —como en otras ocasiones— expandidos sentimientos de compasión colectiva que fructifican en la encomiada y encomiable movilización solidaria que puebla las zonas de desastre con civiles removiendo escombros en busca de señales de vida, y colma los centros de acopio con productos que alivian la situación de los damnificados.

Pero en el centro de esta trama algunos medios asumen la misión de activar en la ciudadanía el descreimiento en el desempeño institucional. Y la cumplen incluso en abierta disonancia con la constatación esta vez de una presencia irrefutable y eficaz de las instituciones, con mayor profesionalismo y con tanta o mayor visibilidad que los civiles movilizados. Se trata de espacios mediáticos que alojan a declarantes habituales y comentaristas dados a repetir hoy la misma frase que hizo fortuna tras el terremoto de 1985: la del ‘gobierno rebasado por la sociedad’, aunque nada tengan que ver la sociedad y el Estado mexicanos de ahora con los de hace 32 años, como lo muestra la encuesta de ayer de EL UNIVERSAL.

La hora de la ira. Es cierto que al lado del descreimiento de grupos sociales en los gobernantes, también hay gobernantes que a su vez descreen de la autenticidad y eficacia de la movilización social y pretenden marginarla a favor de la concentración en los gobiernos, sobre todo a escala local, de las acciones de apoyo a las víctimas.

Además, como en toda contingencia, se registran errores o movimientos en falso aún de las autoridades más eficientes —y desde luego de las más activas— porque la gestión de crisis obliga a tomar decisiones con la escasa y cambiante información disponible.

Lamentablemente, esa información se ensombrece todavía más en el campo del activismo ciudadano y las redes sociales, donde abunda la propalación de rumores y de las más descabelladas teorías conspirativas, que suelen ‘comprar’ sobre todo los más jóvenes y los más desinformados. El problema es que de éstas y otras cavernas asoman ya los sentimientos y emociones más perturbados y perturbadores que aparecen en los siniestros colectivos. En efecto, en poco tiempo, el miedo y el dolor suelen dejar el sitio a la ira resultante de la impaciencia que producen los ritmos de la reconstrucción y las decisiones sobre sus fuentes de financiamiento, que hoy van sobre el dinero público que reciben los partidos.


Agentes trasmisores. El ánimo iracundo que ya se anuncia es altamente trasmisible en el clima que vive el país y particularmente su capital en vísperas electorales. Los entornos más propicios para su trasmisión son los juveniles. Y los principales agentes trasmisores surgen de pescadores a río revuelto confundidos entre la auténtica euforia de los chavos a favor de los sobrevivientes de los escombros. De aquí brotan también en esta fase los señalamientos de culpables y los impulsos de venganza que van lo mismo contra gobernantes que contra empresas informativas e incluso de unos ciudadanos contra otros, todos bajo los efectos del veneno de una desconfianza generalizada de la que no quedarán a salvo ni quienes la han multiplicado desde aspiraciones presidenciales, medios y partidos.

Director general del Fondo de Cultura Económica

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