En el Libro de los inventos del Arte del Marear y de los trabajos de la galera, fray Antonio de Guevara le atribuye al filósofo Mimo la creencia que afirma que “en ninguna cosa la fortuna hacía más lo que quería, y menos lo que prometía, que era en las condiciones del mar, y en las navegaciones de los mareantes; porque allí ni aprovecha hacienda, ni basta cordura, ni se tiene respecto a persona, sino que si se lo antoja, la fortuna llevará por alta mar a una barqueta y anegará en el puerto a una carraca”. También el Almirante Cristóbal Colón conoció la incertidumbre del arte del marear y su errancia parece no haber terminado; todavía se conjetura acerca de su identidad, de su origen, de su existencia. Esa errancia, refiere fray Pedro Fernández Rodríguez, O. P., en Los dominicos en la primera evangelización de México, lo condujo en el invierno de 1486 a 1487 a Salamanca, donde se encontraban los Reyes Católicos. “Deseaba tratar sus razones con los cosmógrafos salmantinos; tuvieron las sesiones en el Convento de San Estebán” de la Orden de Predicadores, donde se hospedó con el padre Diego de Deza, que era preceptor del príncipe Don Juan. En una carta fechada en Sevilla el 21 de diciembre de 1504, el Almirante le escribió a su hijo Diego: “Y es de dar prisa al Señor Obispo de Palencia (el padre Deza), el que fue causa que sus Altezas hubiesen las Indias y que yo quedase en Castilla que ya estaba yo de camino para afuera”.

Fray Pedro Fernández Rodríguez sostiene que “el convento de San Estebán gestó también el primer propósito de evangelizar las Indias”.

En el segundo viaje del Almirante Cristóbal Colón, en la Santa María, en 1493, se embarcó Francisco Casas que, refiere fray Santiago Rodríguez, O. P., “después de haber hecho alguna fortuna, regresó a Sevilla en 1497”.

Francisco Casas era “de familia noble, descendiente de uno de los caballeros franceses que acompañaron a Francisco III el Santo cuando la conquista de esta ciudad (Sevilla) el año 1252. Su apellido era Cassaus, pero al españolizarse, adoptó la forma definitiva de Las Casas”.

Su hijo Bartolomé, que había estudiado Humanidades, Filosofía y Derecho, inició su errancia emulándolo: el 13 de febrero de 1502 se embarcó para América en la expedición de Nicolás de Ovando, el tercer Gobernador de las Indias. En 1512, con Diego Velázquez y Pánfilo de Narváez, fue a Cuba, donde se le otorgó una encomienda cerca del pueblo de Xagua. “No tuvo ningún inconveniente en aceptarla”, sostiene fray Santiago Rodríguez, “porque entonces todos los españoles tenían la conciencia de que las encomiendas eran lícitas por estar autorizadas por el mismo Rey Católico, don Fernando. Pero lo que olvidaban los españoles y el mismo Bartolomé fue que el Monarca se las daba con la condición de que enseñaran la Doctrina Cristiana a los indios”. Fue la confesión la que acaso empezó a revelarle esa omisión, cuando un religioso dominico “le negó la absolución a menos que los dejara en libertad, puesto que Dios los había criado libres”.

Debido a que el rey estaba enfermo, fue el Cardenal Cisneros quien le confirió el nombre de “Protector de los Indios”. Se acogió a la Orden de Predicadores en la Isla de Santo Domingo y sus superiores lo mandaron a Guatemala a estudiar los conocimientos teológicos de la Orden.

Carlos V quiso recompensar su disposición en favor de los indios con el nombramiento de obispo de Cuzco, un obispado muy rico y muy importante, pero fray Bartolomé no aceptó la distinción, por lo que el emperador lo nombró obispo de Chiapas, una diócesis reciente y pobre, donde se mostró “sencillo y bondadoso con los indios” y le negó la absolución a los españoles que tuvieran indios encomendados. La respuesta de los encomenderos fue la difamación, la intriga y algún intento de asesinato.

La polémica y la difamación no han dejado de acosar a fray Bartolomé de la Casas. En la introducción a la edición alemana de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, significativamente llamada “Una retrospectiva al futuro”, Hans Magnus Enzensberger recuerda que en 1927 fue llamado “un demente”; en 1933, “un anarquista testarudo”; en 1937, “un predicador del marxismo”; en 1944, “un demagogo nefando”; en 1946, “un igualitario obsesionado por el diablo”; en 1947, “un paranoico en sus imaginaciones, sin medida e inoportuno en su expresión”. Sin embargo, su obra importa más que un testimonio: es una reflexión lúcida y un combate para que la teología y, por lo tanto, la justicia elemental imperen con simpleza terrenal. Sus advertencias de testigo simple lamentablemente no han caducado; como lo escribió Enzensberger: “Nosotros no somos los que podemos juzgar al fraile de Sevilla. Quizás sea él quien nos juzga a todos”.

No por azar, el compositor César Tort, que sabía que la música puede ser asimismo una forma de pedagogía, concibió La santa furia, un cantata inspirada en la obra del padre las Casas, que acaso sea su última composición, y que se estrenó póstumamente ayer, a las ocho de la noche, en el Palacio de Bellas, interpretada por la Orquesta Sinfónica Nacional dirigida por José Luis Castillo como director huésped.

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