Como las obras musicales, como sus interpretaciones, un concierto puede adoptar formas varias; puede, por ejemplo, confundirse con oficios religiosos, ha sido una costumbre cortesana y una convocatoria en ciertas casas como la de la familia Wittgenstein, cuyas veladas musicales eran, según Hermine Wittgenstein, “siempre ocasiones festivas, casi solemnes, en las que lo esencial era la música”. Entre quienes frecuentaban esa casa se hallaba el violinista Joseph Joachim, alumno de Mendelssohn, que fue el primero en interpretar el Concierto para violín de Brahms, el mismo Brahms, que oyó allí la interpretación de su Quinteto de clarinete, Richard Strauss, Arnold Schönberg, Gustav Mahler, al que no se le volvió a invitar, refiere Alexander Waugh, después de que abandonara la sala furioso mascullando: “Ahora que hemos oído el Trío Archiduque de Beethoven, no habría que tocar nada más”. El violinista John Banister ignoraba que los conciertos públicos que emprendió en Londres en 1672 se convertirían en el origen de una práctica común.

El Colegio Nacional se creó en mayo de 1943. Diez años después, Carlos Chávez, uno de sus miembros fundadores, le propuso en una carta a Silvio Zavala, entonces presidente del Consejo, la programación de tres conciertos que sustituyeran las conferencias que no había podido impartir el año anterior. “Un buen concierto”, escribió, “enseña en el sentido de que instruye al auditorio en el arte de la música y expone el propio arte en forma de que puede ser conocido y apreciado”.

En La música en El Colegio Nacional, un cuadernillo publicado recientemente por El Colegio Nacional, Ana R. Alonso Minutti ha escrito con precisión sucinta la historia de esos conciertos que derivaron en conferencias peculiares, en los que los comentarios descifraban algo de la música y la música le deparaba sentido a los comentarios.

“En el formato de conferencia-concierto”, sostiene Alonso Minutti, “Chávez encontró el vehículo perfecto para mostrar las relaciones que guardaba su propia música con la de sus contrapartes internacionales. Cada actividad comenzaba con una pieza o serie de piezas precedidas o seguidas por una conferencia en la que proporcionaba una breve contextualización histórica y observaciones analíticas fáciles de seguir. La segunda parte del programa solía consistir en una segunda audición de las obras de la primera parte”.

En esos conciertos que se convertían en conferencias, Chávez reflexionaba sobre sus propias obras como una forma de conjeturar acerca del proceso de creación e introdujo compositores que podían considerarse imposibles para un oyente común como Arnold Schönberg, Alban Berg, Anton Webern, Erik Satie, Aaron Copland, Edgar Varèse, Rodolfo Halfter, Karlheinz Stockhausen, Pierre Boulez. “Cada una de sus series de conferencias-conciertos”, sostuvo Salomón Kahan el jueves 15 de junio de 1961 en El Universal, “ha constituido uno de los puntos culminantes del respectivo año musical en esta ciudad”.

Silvestre Revueltas sostenía que Carlos Chávez, “músico de hierro —así lo llamaba yo desde aquel tiempo que trabajábamos juntos, organizó la actividad y la producción musical en México”: Fundó la Orquesta Sinfónica de México, “bañó, limpió, barrió el viejo Conservatorio que se desmoronaba de tradición, de polilla y de dolorosa tristeza”, y contribuyó a formar “un público más despierto, más voluntarioso, con menos prejuicios”.

Entre las invenciones múltiples que Carlos Chávez no dejaba de ensayar, la de los conciertos que importaban una conferencia no parece la menos acertada y memorable. Cuando murió, en 1978, ese género personal que había ideado parecía condenado a perdurar solamente como recuerdos incitantes y acaso como una leyenda íntima.

Continuará

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