“Al lector contemporáneo le parece muy bien que un escritor esté en la miseria y sufra tormentos casi infinitos para darle, una vez al año, la voluptuosidad de un libro hermoso”, decía Léon Bloy. “Sería excesivo darle las gracias, y se disculpan, pensando que han hecho justicia comprando el libro del desgraciado... Yo escribo las cosas más vehementes con gran calma. La rabia es impotente y les va bien a los sublevados. Ahora bien, yo soy un justiciero obediente”.

Bloy se hacía llamar , entre otras cosas, “El viejo de la montaña”, “El mendigo ingrato”, “El desesperado”, “Peregrino de lo Absoluto” y sentenciaba: “No soy dreifrusista, ni antidreifusista, ni antisemita. Soy anticochino, simplemente y, a título de tal, enemigo y vomitador de todo el mundo”. Alfonso Reyes lo consideraba un “panfletario”, un “católico paradójico”, un “profeta mendigo”. Rubén Darío lo eligió entre Los Raros; recordaba que William Ritter se refería a él como “el verdugo de la literatura contemporánea” y afirmaba que “hay quienes le tienen miedo; hay muchos que le odian; todos evitan su contacto, cual si fuese un lazarino, un apestado; la familiaridad con la muerte ha puesto en su ser algo de espectral y de macabro; en esa vida lívida no florece una sola rosa. Es el hombre que decapita por mandato de la ley”. Borges descubrió que era “un coleccionista de odios”, que “desdichadamente para su suerte y venturosamente para el arte de la retórica, se hizo un especialista de la injuria” y que se “bifurcó en dos seres iracundos: el francotirador Marchenoir, terror de los ejércitos prusianos, y el despiadado polemista que conocemos y que, para las generaciones actuales, será el verdadero Léon Bloy: Forjó un estilo inconfundible que, según nuestro estado de ánimo, puede ser insufrible o ser espléndido. Sea lo que fuere es uno de los estilos más vívidos de la literatura”.

Ernst Jünger frecuentaba con fascinación esa escritura. Según anotó en su diario en el París ocupado el 7 de julio de 1942, creía que su “espíritu tiene algo de espeso, de concentrado, como una sopa de peces y crustáceos extinguidos a la que una prolongada cocción hubiera apelmazado. Es bueno leer esta prosa cuando uno se ha estragado el gusto con platos demasiado flojos”. Reconocía que “su panfletismo salvaje es, sin embargo, algo que repele; por ejemplo, cuando de ciertas personas dice que apenas son dignas de vaciar los orinales de los hospitales o de rascar la costra que se ha pegado al suelo de las letrinas de un cuartel prusiano de infantería. Bloy alcanza niveles de odio que se truecan de repente en voluptuosidad”.

Hijo de un ingeniero voltaireano y de una mujer devota, luego de perder la fe en la adolescencia, de abandonar la casa paterna e intentar diversos oficios, a los 23 años se acogió al catolicismo con el fervor de los conversos. Practicó el Evangelio de una forma peculiarmente radical y se lamentaba por no ser santo. Aunque aseguraba que “la literatura no es mi objeto, no vivo para ella: desde hace mucho tiempo, y hasta que llegue mi día, es como un instrumento más de mi suplicio”, escribió ensayos y cánticos fulminantes, artículos y panfletos sentenciosos, implacables e inmisericordes, novelas que importan una autobiografía, cuentos que parecen parábolas, cartas sencillamente conmovedoras. Poseía, como lo advirtió Juan José Arreola en Quevedo, “el don de la maledicencia” y en él puede adivinarse un humor desconcertante e incisivo.

Sostenía que “el escritor que no escribe por la Justicia, es un despojador de los pobres, y su crueldad es tanta como la crueldad de un mal rico”. En su escritura convergen la historia, el misticismo, lo absoluto y ese fustigador que era Bloy. Albert Béguin creía que existía una perfecta analogía entre su vida personal y su visión de la historia del mundo. “Quienes de acuerdo con la vieja tradición positivista”, escribió Béguin en Léon Bloy, místico del dolor, “creen que la vida, la experiencia, lo vivido, son la materia verdadera, de la cual la obra pasa por no ser sino proyección, demostrarían sin demasiado esfuerzo que Bloy creó una imagen de las cosas a su semejanza. Pero lo mismo de justo sería, si no es que más, sostener que impuso a su existencia el trazo que creía haber leído, a la luz de la Escritura, en la curva total del tiempo. En realidad, el destino personal de Bloy y el destino de la creación, tal como él lo ve, son tan estrechamente análogos, tan exactamente la misma cosa, que hay que renunciar aquí a suponer, en uno u otro sentido, un nexo de causalidad. La visión de Bloy es espontáneamente simbólica (por aquí es por donde más difiere de los espíritus modernos) y los diversos órdenes de realidad se le presentan como simultáneos y correspondientes, al grado de que lo que dice de uno de ellos resulta concernir a todos los demás”.

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