Entre los hallazgos que le han sido deparados al hombre, el de la palabra no parece el menos asombroso y sugerente. August Schleicher sostenía que las lenguas importaban “organismos naturales que, sin depender de la voluntad del hombre, nacieron, crecieron y se desarrollaron siguiendo leyes fijas, y después envejecen y mueren”. Sin embargo, también se transforman y prevalecen como más que un vestigio. Las palabras pueden referir diversas historias y cifrar la creación; pueden asimismo revelar, en diversas formas que no prescinden de la deducción y la conjetura, la historia de la palabra.

No pocos de aquellos de los que se han propuesto descubrir esa historia han terminado convirtiéndose en personajes de ella. En El profesor y el loco, Simon Winchester ha escrito la historia de dos de esos personajes: el doctor James Murray, coordinador del Oxford English Dictionary (OED) y el “misterioso” doctor W. C. Minor, uno de los más prolíficos de los miles de colaboradores voluntarios que contribuyeron a crear ese diccionario. “Durante casi veinte años”, refiere Winchester, “estos dos hombres habían discutido los aspectos más sutiles de la lexicografía inglesa por correspondencia, pero nunca se habían visto. El doctor Minor no quería o no podía dejar su domicilio en Crowthorne y no parecía dispuesto a viajar a Oxford. No había dado ninguna explicación al respecto y tampoco se había disculpado”. El doctor Murray tampoco podía viajar fácilmente porque parecía atrapado por el trabajo en la oficina del diccionario, el Scriptorium de Oxford. Sin embargo, hacía tiempo que deseaba fervientemente ver a su misterioso y enigmático colaborador para darle las gracias. Sobre todo a finales de la década de 1890, cuando prácticamente habían completado la mitad del Diccionario: comenzaban a recibir honores oficiales, y Murray quería asegurarse de que todos ellos —incluyendo a los aparentemente tímidos, como el doctor Minor— obtuvieran el reconocimiento que merecían por su valiosa contribución. Por eso decidió hacerle una visita.

La dirección en Crowthorne correspondía a una gran mansión de ladrillos rojos y aspecto algo siniestro: el Asilo para Crminales Lunáticos de Broadmoor, en la que el doctor Minor estaba recluido durante más de 20 años.

El libro de Winchester, que debo a mi amigo Jorge F. Hernández, parece una novela y no prescinde de las definiciones del OED. Al referir la historia del doctor Murray, la del doctor Minor y la de su encuentro, evoca asimismo algo de la creación de ese diccionario al que considera una “heróica obra maestra”.

Gabriel Zaid considera que el diccionario es “el más incomprendido de los géneros literarios” y recuerda que el primero “de la lengua española (y de todas las lenguas europeas) se publicó hace cuatro siglos, y es muy sabroso de leer. Sebastián de Covarrubias, un aficionado a las palabras y sus extravíos, empezó a escribir el Tesoro de la lengua castellana a la edad en que muchos se dan por jubilados (66), y lo terminó en seis años, en 1611. El resultado fue un gran libro, un verdadero tesoro que hace feliz al lector por la animación de su prosa, su rara mezcla de gracia y erudición, sus citas literarias, anécdotas, refranes, locuciones y ocurrencias etimológicas (acertadas o no).”

Lector, se infiere, de diversos diccionarios en distintos idiomas, Zaid derivó naturalmente a escribir historias personales de palabras varias que ha publicado desde finales de los años 60 del siglo pasado en algunas revistas, sobre todo Vuelta y Letras libres, y algún suplemento, y que recientemente han conformado un libro: Mil palabras, editado por Debate, que, como el Tesoro, de Sebastián de Covarrubias, “hace feliz al lector”.

Con la curiosidad, la agudeza, la claridad y el sentido del humor que puede advertirse en su escritura, Zaid recrea las historias de algunas palabras como una incitación natural que conduce a una erudición hecha de hallazgos y asombros elementales, a revelaciones insólitas, a una crítica sutil. En las historias que se pueden derivar de las historias de cada palabra, y que derivan asimismo en otras historias, se va cifrando la existencia común en la que inexorablemente converge el tiempo y aquel que refiere esas historias. Zaid ha escrito un libro riguroso con la levedad que recomendaba Italo Calvino, que no significa superficialidad, cuya lectura resulta grata como una conversación afortunada y que se origina en la libertad de la palabra, a la que también se pretende corromper.

El lector podría lamentar el final de sus páginas. Venturosamente, como la de ciertos diccionarios, su lectura puede volverse infinita porque puede releerse azarosamente.

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