Fue mi primo José Manuel de Rivas, el creador de la editorial Heliópolis con Armando Hatzacorsian y Salvador Elizondo, quien, hacia 1994, me entregó una fotocopia (sabíamos que era delito) de un texto publicado en uno de los suplementos semanales del periódico El Nacional, que en ese tiempo dirigía José Carreño Carlón. Se llamaba “Jünger el iniciado” y conformó, con otros textos de lectores de Ernst Jünger como Juan García Ponce, Fernando Savater, José Luis Rivas, Adolfo Castañón, José Manuel de Rivas, Pablo Soler Frost, un libro que editó Heliópolis para conmemorar el centenario de vida de un escritor esencial: Ernst Jünger: Tres siglos. El título aludía obviamente a que nació en el siglo XIX, vio dos veces el cometa Halley y todavía vivía en el siglo XXI sabedor de que sobrevendría la Era de los Titanes.

El texto de la fotocopia trataba de Jünger y el esoterismo, “del saber primordial, grupos secretos, exaltación dionisiaca, decisionismo ético (que) son algunos de los temas circulares en la obra de Ernst Jünger” y que, como muchas cosas, como demasiadas cosas, los nazis pervirtieron para volverlas atroces, siniestras y criminales. No prescindía de citas de El retorno de los brujos, de Jacques Bergier y Louis Pauwels, de una biografía de George Ivanovich Gurdjieff, que le aconsejó al “guía espiritual de Adolf Hitler, Karl Haushofer, que le sugiriera el uso emblemático de la suástica”, de alusiones a Helena Blavatski y Alexandra David-Neel, a George Dumézil, a Raymond Abellio, a René Guénon, a Julius Evola, a Mircea Eliade. Sostenía que “Ernst Jünger ha cristalizado a lo largo de su obra un entendimiento del saber esotérico, cautivo en grupos inmemoriales de índole secreta, jerárquico y sujeto a iniciaciones alrededor de un maestro”. Ese texto estaba firmado por Sergio González Rodríguez, y José Manuel y yo sabíamos que no era un seudónimo.

Ya en su primera novela, La noche oculta, publicada en 1990 en Cal y Arena, la editorial que contribuyó a fundar, González Rodríguez revelaba su fascinación por el esoterismo, por las sociedades secretas, por ciertos ritos y sucedáneos religiosos, por la noche y la ciudad, por los bajos fondos. Su trama en algo procedía de una nota de periódico acerca de una secta de narcotraficantes satánicos. Su obsesión por el periodismo lo condujo no sólo a colaborar en diversas redacciones y a rigurosas investigaciones periodísticas que pusieron en riesgo su vida, sino que se convirtió en parte esencial de su literatura.

Sergio González Rodríguez sabía que el mal existe y se dedicó a examinar sus manifestaciones con lucidez. Sus libros Huesos en el desierto y El hombre sin cabeza indagan en hechos atroces que se han vuelto siniestramente cotidianos menos como una denuncia que como una investigación aguda para tratar de explicárselo. Sin embargo, su ensayo más acucioso de esa amenaza inquietante es El mal de origen, editado por Libros Magenta en 2011, en el que se detiene en el sentido de lo sagrado y la usura, la moral laica y la moral religiosa, la pasión del odio y el apocalipsis, el periodismo y el chisme. “Hay una proliferación planetaria del chisme”, escribió. “Esto remite a un tiempo post-apocalíptico, en el que los pronósticos más extremos se aproximan a lo verdadero, cuando no se hacen realidad, y donde vuelan las revelaciones escandalosas. Desde los envenenamientos masivos hasta el terrorismo dinamitero —o desde las nupcias entre el poder público y las grandes corporaciones del crimen, hasta el auge de nuevos virus o bacterias indomables para la ciencia sanitaria—, el terror catastrófico se revela como uno de los disfraces del mal”.

Entre las obsesiones que cultivó Sergio González Rodríguez no parece la menor la de la escritura. La noche oculta comienza con el principio de la escritura de esa novela, y en un libro póstumo escrito en vida, como diría Robert Musil, recientemente publicado por Random House, Teoría novelada de mí mismo, se detiene a indagar en esa obsesión, a buscar el origen, otra de sus obsesiones. Recordaba sus lecturas oraculares y su manera de subrayar. Entre esos libros heterogéneos se haya Pinocchio, de Carlo Collodi; La virgen de los cristeros, de Fernando Robles; El retorno de los brujos, de Jacques Bergier y Louis Pauwels; El Aleph, de Borges; Las ciudades invisibles, de Italo Calvino; La montaña mágica, de Thomas Mann. Creía que “en las palabras subsiste un empleo meditativo-religioso” y que “más acá de lo sagrado, en la realidad secular y profana que se impone ahora, se puede encontrar un conjunto de palabras-clave que han tenido efectos en la lectura, la escritura y la propia vida”. Confesaba que entre sus palabras-clave estarían: bajos fondos, oculto, Centauro, erótico, gatos, huesos, que han conformado asimismo los títulos de algunos de sus libros. Entre las palabras que podrían definirlo no podrían faltar: amistad, generosidad, lucidez, humor lúdico, crítica, valentía, honestidad, cultura...

El tío Serge, como lo llamábamos algunos de sus amigos, murió en abril de este año.

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