Se dice que en los lugares cercanos a Dunottar Castle, como Stonehaven, en el noreste de Escocia, los perros ladran a la misma hora en la que los niños sufren una pesadilla recurrente. Se trata de un sueño antiguo que procede de la Edad Media y que no sólo padecen los niños. Las escuetas versiones de muchos a los que suele visitar ese sueño, permiten inferir que ocurre simultáneamente y de la misma forma. Es siempre la misma pesadilla que no deja de producir terror a quienes ataca reiteradamente.

Quizá su primer relato fue el de un ciego que mendigaba por esos caminos en el siglo XVIII también en el invierno y que afirmaba que en las noches lo visitaba un bufón que no dejaba de reírse de él.

Una canción popular no ha dejado de repetir melódicamente que “es el alma del bufón que se despeñó o fue despeñado en Dunottar Castle”.

Uno de los sepultureros de Hamlet de William Shakespeare parece saber que un bufón puede importar una maldición, por lo que insulta con soez contundencia la calavera de Yorick, el bufón del rey.

Mientras bebíamos cerveza de Saint Andrews en The Old Chain Pier en Newhaven, Edimburgo, John Palfery me refirió que existe un libreto de Hamlet en el que en la primera escena del primer acto, no se aparece el fantasma del padre de Hamlet sino el de Yorick.

Aunque hay quien cree que Esopo es un mito y, por lo tanto, no existió, un libro de literatura popular griega sostiene que “el utilísimo Esopo, el fabulista, por culpa del destino era esclavo, por su linaje, frigio, de Frigia; de imagen desagradable, inútil para el trabajo, tripudo, cabezón, chato, tartaja, negro, canijo, zancajoso, bracicorto, bizco, bigotudo, una ruina manifiesta. El mayor defecto que tenía, aparte de su fealdad, era su imposibilidad de hablar; además era desdentado y no podía articular”. Algunos conjeturan que, siendo esclavo de Janto, se convirtió en bufón.

En Historias de bufones, A. Gazeau considera que “la moda de tener en casa locos y bufones domésticos parece haber tenido origen en Asia, entre los persas, en Susa y Ecbátana, y también en Egipto”, de donde se introdujo a Grecia y de allí a Roma. Recuerda que Erasmo escribió que “si entre los convidados no hay uno, al menos, capaz de alegrarlos con su locura natural o artificial, se pagará algún bufón o bien se atraerá algún parásito ridículo, que sepa ahuyentar el silencio y la tristeza por medio de chistes divertidos”. Gazeau sostiene que de allí proceden los “parásitos”, que en realidad significa “convidados”, que comían a la mesa de los primeros magistrados. “Después ciertas personas acomodadas tuvieron sus parásitos, que pagaban la hospitalidad que recibían con lisonjas, con rasgos de ingenio, a veces felices y dignos de mención, y otras con bufonadas insípidas, cayendo así en una condición humillante y despreciable”.

No por azar, Velázquez pintó el retrato de Esopo y de bufones de la corte. Hamlet evocaba con afecto a Yorick y Enrique VIII le pidió a Hans Holbein el Joven que hiciera el retrato de su bufón, Will Summers, con el cual aparece en otro retrato hecho también por Holbein. En Heidelberg hay una estatua de madera de Perkeo, el bufón del elector palatino Carlos Felipe, enfrente del tonel que contiene 100 mil litros de cerveza. Se dice que Perkeo no se iba a dormir sin haber bebido 18 o 20 litros de ese tonel. Ignoro la historia de los bufones de los emperadores de México Maximiliano de Habsburgo y Agustín de Iturbide.

En esta época de la usura y la superstición de la máquina, los bufones no han dejado de proliferar en formas varias. Algunos son admirables, pero muchos, acaso demasiados, resultan patéticos y peligrosos y suelen perpetrar la intriga.

En el Infierno enmendado de sus Sueños, Quevedo refiere que en unas bóvedas comenzó a tiritar de frío. “Este frío”, le dijo un diablo zambo, con espolones y grietas, lleno de sabañones, “es de que en esta parte están recogidos los bufones, truhanes y juglares chocarreros, hombres por demás y que sobran en el mundo y que están aquí retirados, porque si anduvieran por el infierno sueltos, su frialdad es tanta, que templaría el dolor del fuego.

“Pedíle licencia para llegar a verlos. Diómela y calofriado llegué y vi la más infame casilla del mundo y una cosa, que no habrá quien lo crea, que se atormentaban unos a otros con las gracias que habían dicho acá”.

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