Todavía a fines de los años setenta del siglo pasado podía verse en el camino a Perote una feria abandonada. Entre la niebla, la herrumbre carcomía el carrusel de los caballitos, la caseta del tiro al blanco, los carritos chocones, una pequeña Rueda de la Fortuna, un mínimo Ratón Loco. Se decía que esa feria era lo único que había quedado de un pueblo abandonado.

“Los días de fiesta son una costumbre”, sostiene Peter Blickle. Entre muchas otras cosas, Juan José Arreola confesaba que “las fiestas religiosas forman parte inseparable de mis recuerdos de Zapotlán. Había tantas, que el calendario estaba todo ocupado. Creo que la gente del campo no trabajaba ni la mitad del año. Había que festejar debidamente a los santos patronos de todos y cada uno de los pueblos. O a algún otro santo por alguna cosa especial. A San Isidro Labrador, por ejemplo, ‘quita el agua y pon el sol’. Había también lo que se llamaba ‘las latas de reyes’, que eran unos postes altísimos por los que había que trepar. Era sin duda una tradición que venía de tiempos precortesianos. Abundaba el sincretismo religioso, la mezcla de lo sagrado y lo profano”. En La feria cifró la historia de su pueblo, “que de tan grande nos lo hicieron Ciudad Guzmán”. La trama de El ministerio del terror, de Graham Greene parece originarse azarosamente en una feria, donde convergen también las tramas de diversas películas como, por ejemplo, La dama de Shangai, de Orson Welles. En 1943, Fritz Lang filmó una versión cinematográfica de la novela de Greene, al que admiraba, y la cual vio muchos años después en televisión, “donde estaba dividida en fragmentos, y me quedé dormido”. Durante un mes, el joven Elias Canetti y su hermanno Georg, sólo cenaron pan porque dilapidó el dinero que su abuelo y su madre le enviaban mensualmente en el Wurstelprater de Viena.

A pesar de que pueden parecer semejantes, cada feria posee peculiaridades que la distinguen incluso de las que se organizan en una misma ciudad. Entre las muchas que se suceden en Venecia, donde desde 1278 se acostumbra el uso de máscaras, la Sensa o Scensa, la de la Ascención, recuerda Hermann Schreiber, parece haberse convertido en la fiesta de fiestas de esa ciudad. En ese festejo, se celebraba asimismo el sposalizio del mare, el desposorio simbólico entre el dogo y el mar, cuyo ritual estaba prescrito con precisión en el libro de oro de la Rapública. El dogo utilizaba la nave oficial, el Bucentoro, nombre procedente de la contracción de buzina d’oro, barca de oro. “El dogo”, escribió Schreiber, “iba acompañado, además del séquito acostumbrado, por los alcaldes de las antiguas ciudades isleñas de Malamoco, Murano y Torello y, naturalmente, por una gran flota de navíos menores y góndolas. Desde el este llegaba la flota del patriarca de Venecia. Ambos se encontraban en el Lido y el patriarca ofrecía al dogo rosas en una bandeja de plata. Un coro de iglesia entonaba el canto Ne turbetur cor vestrum (‘No se inquiete vuestro corazón’) y los que rodeaban al dogo respondían con un madrigal festivo. A continuación, ambas flotas unidas, la civil y la religiosa, ponían rumbo al interior del Adriático. El dogo arrojaba desde el puente de su barco, de forma que todos lo vieran, un pequeño anillo de oro a las aguas mientras pronunciaba estas palabras latinas: ‘Desponsamus te, mare, in signum veri perpetuique dominii’, lo que significa: ‘Te desposamos, mar, como señal de dominio verdadero y perpetuo’”.

De ese rito sólo ha quedado la feria que transcurre 14 días entre galerones de madera.

Las ferias tampoco han dejado de transformarse y aunque su origen actual suele obedecer a intereses mercantiles, las razones que incitan a ciertos curiosos a visitarlas pueden ser insospechadas. Hacia 1986, una amigo polaco, que se había refugiado de la utopía comunista del general Jaruzelski en Berlín Occidental, fue un fin de semana a una feria ganadera para que su hijo conociera las vacas; no se preservaban en el zoológico y él sólo podía salir en avión de la ciudad que habían amurallado sus enemigos. La Feria del Hogar que durante mi infancia se anunciaba en el Palacio de los Deportes, en lo que los independentistas llamaron Distrito Federal, sigue siendo un enigma inquietante para mí. También se han creado Ferias del Libro.

Cada feria crea a sus personajes. Juan Rulfo recreó la historia de un gallero y una cantante en El gallo de oro. Hasta hace no mucho, en las ferias ambulantes se podía encontrar en una barraca a la Mujer Araña, que había sido condenada a esa condición por desobedecer a sus padres. Las Ferias del Libro han deparado al escritor de feria, que pretende hacer un espectáculo de sí mismo. Suele ser ágil en el saludo y sagaz para identificar a aquellos que es conveniente saludar. Se adoctrina de opiniones al uso y se esfuerza por ser simpático en los pasillos abarrotados de “novedades”, en las presentaciones de esas “novedades”, en entrevistas donde se habla de esas “novedades”, en las recepciones de hotel, en restaurantes, cantinas, piano-bares, salones de baile, cabarets que frecuentan otros escritores de feria. Veneran el extranjero, sobre todo la Península, y se mantienen atentos a los abundantes premios que se reparten diariamente. No sólo cuentan chistes y chismes, también escriben textos oportunos menos para justificarse que para seguir siendo convocados a las sucesivas ferias en las que convergen los mismos escritores de feria...

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