Entre los mensajes de la marcha del domingo pasado no había una narrativa clara ni un mensaje articulador. Había, en todo caso, reclamos dispersos y una común aversión a López Obrador. Pésele a quien le pese, uno de los grandes elementos aglutinadores era el perfil sociodemográfico de los marchistas.

No hace falta demasiado escrutinio para darse cuenta que la abrumadora mayoría percibe una remuneración muy superior a los 20 mil pesos mensuales, lo que en nuestro país ya implica situarse dentro del 1.8% con mayores ingresos. Eran muy pocos jóvenes, y había una llamativa proporción de personas de tez blanca, inusual en una protesta.

Señalar esto no implica descalificar a los que salieron a ejercer un valioso derecho. Mucho menos es un argumento racista, como señala un sector de la comentocracia que parece ignorar hasta lo más básico en materia de discriminación.

Por el contrario, cuestionar las razones por las cuales un grupo de ciudadanos se aglutina fundamentalmente en torno a un perfil sociodemográfico es problematizar nuestro clasismo y racismo. Preguntarnos porqué un grupo con esas características decide salir a marchar debiera ser una curiosidad obvia para cualquier analista.

Si acaso existe un hilo conductor entre los mensajes del domingo es la posición de poder de una clase claramente identificable entre los manifestantes, que en un país como México resulta inseparable del tono de piel, aunque por comodidad y autocomplacencia algunos prefieran no verlo.

Desde esa posición se expresa un sector privilegiado para la distribución del ingreso en nuestro país, aunque ciertamente advenedizo y aspiracional. Un sector que, si bien en la mayor parte de los casos no pertenece la verdadera élite económica, adopta de forma acrítica sus valores y preocupaciones.

Sospecho que lo que en el fondo los mueve es el miedo. No solo su evidente miedo al cambio, sino también a perder un cierto estatus como de alguna forma lo reconoció Enrique de la Madrid, uno de los asistentes a la marcha, en una breve entrevista que le hice (http://bit.do/eRUmN).

Si el miedo de los grupos conservadores de la sociedad civil en EU y varios países europeos es a la pérdida de valores tradicionales o a la migración, el de nuestros “chalecos amarillos” es a que un gobierno no represente sus intereses y aspiraciones de clase, a ser infravalorados.

Si a la base social de Trump, a los fundadores del Tea Party o los movimientos de ultra derecha en Europa los impulsa el desprecio a las minorías que crecen y amenazan su condición mayoritaria, al sector que marchó el domingo en Reforma parece moverlo su aversión a las mayorías.

Si a los integrantes del Tea Party en 2012 los aglutinaba su rechazo a un Estado fuerte, a la reforma sanitaria de Obama o al pago de impuestos, a nuestro tea party región 4 les genera resquemor el que millones de personas queden bajo esquemas de protección financiados por el Estado a partir de nuestros impuestos.

Caminé un rato largo en la marcha y conversé con varios asistentes. La pejefobia, el clasismo y un racismo vergonzante apareció una y otra vez entre sus respuestas.

“AMLO nunca trabajó, no sabe lo que es trabajar, ¡es un nini!”, señaló una mujer. “El señor vivió del erario durante años. Los que sí trabajamos sabemos lo que es llevar un peso a la casa”. “El país lo sostiene la industria, los inversionistas; lo sostenemos nosotros”, señaló un hombre de más de 50 años.

Pocos políticos expresan tan bien las posturas de este sector como el senador regiomontano, Samuel García, de Movimiento Ciudadano, con su campaña para eliminar el impuesto a la gasolina o su propuesta de establecer un mínimo de licenciatura para ser legislador… Y claro, nadie la caricaturiza mejor que ese empresario de la construcción que revivió en la marcha teorías antropomórficas propias de un “racismo científico” que uno creería en el basurero de la historia (http://bit.do/eRUjo).

@HernanGomezB

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