A 100 años del armisticio de la primera gran guerra (que más bien fue el primer acto de la que continuaría en la segunda) leo con interés los repasos que abundan en las revistas de estos días sobre la presencia y el testimonio de tantos grandes escritores que vivieron el horror de las trincheras.

Entre nosotros leí un breve comentario de Julio Trujillo, y, en el reciente Confabulario, suplemento de EL UNIVERSAL, una nutrida revisión de Javier García-Galiano sobre el tema, atento a quienes tuvieron la suerte de sobrevivirla y el talento para escribirla, como Ernst Jünger, Erich Maria Remarque, Robert Graves, Ungaretti y tantos otros.

Pasa también García-Galiano por los versos memorables de algunos jóvenes soldados como Siegfried Sassoon, Laurence Binyon, Alan Seever (que vivió en México de niño) y, desde luego, Wilfred Owen, los más altos entre los muchachos que se defendían a fuerza de poemas contra el fragor de la batalla.

El más alto, y el más extraño de los poetas que sobrevivió esa guerra —aunque a medias, muy herido, con su célebre venda en la cabeza— fue el voluntario Guillaume Apollinaire, que se enlistó en por amor a la misma Francia que le regateaba la nacionalidad (como hoy, ¡ay!, tantos mexicanos en el ejército estadounidense).

Bajo las cataratas de fuego y el estrépito de las bombas, en el fondo de la soledad de quien ignora si el siguiente obús le está predestinado, Apollinaire percibió un delirante erotismo entre cínico e histérico, como en “Fiesta”: en las bengalas terroríficas que iluminan el cielo y anuncian la bomba subsecuente, el poeta mira un par de fragantes rosas, unas rosas que son “como dos tetas de pronto liberadas/ que yerguen altivamente sus pezones”. Y luego, de una de esas rosas estallantes surge el recuerdo de “la dulce curva de las nalgas” del amor remoto, y en esa analogía de placer y muerte prefigura el epitafio para su inminente tumba: SUPO AMAR. La potencia de la imaginación solitaria y la energía de la muerte industrial, como suele proclamar la crítica, inauguraron la modernidad literaria y artística.

Quien ha pasado desapercibido es el único poeta de lengua española que estuvo en esas trincheras de espanto, el gran Salomón de la Selva (1893-1959), enigmático nicaragüense formado en México que escribía en perfectos español e inglés, y que en 1917 se ofreció voluntario a los aliados. Y lo hizo, a pesar de que “los beatos/ y los discutidores el público/ y los hacedores de versos,/ convinieron en que yo estaba loco”.

De la Selva fue al frente de Flandes con el ejército británico, orgulloso de luchar “bajo la bandera del rey don Jorge V”, pues se ufanaba de llevar “hispana, inglesa e india, mis tres sangres”. Sobrevivió, y a su regreso publicó en la legendaria Editorial Cvltvra, con portada de Diego Rivera, un curioso poemario de sobreviviente, El soldado desconocido (1922), fascinante además porque incorporaba al español la vanguardia del modernism poético estadounidense con encomiable osadía.

Cuando en México los poetas aún divagaban melancólicos y sutiles entre los sauces llorones, De la Selva registró la cotidiana espera de la muerte “en el dug-out hermético/ sonoro de risas y de pedos/ como una comedia de Al Jolson”, y revivió el terror de andar “corriendo como iguanas al quedar todo oscuro”, entre piojos y lodo y pólvora y gas y púas...

Hemos visto en estos días, lúgubres por motivos tantos, las ceremonias del armisticio. Merkel y Macron juntos, aliados ahora a pesar de las guerras que hubo entre sus países; la Entidad Naranjeta que no quiso mojarse y llevó a Trudeau a recordar que sobre los soldados caían balas, no sólo lluvia; Macron denunciando sanamente a los nacionalismos ante la tumba del soldado desconocido…

Y recuerdo lo que Salomón de la Selva escribió sobre él: “Ya no es John, ni Tim, ni Tommy, ni Guy el héroe de la Guerra. El uno ha vuelto a su pequeña aldea o gran ciudad donde, sin ganas de trabajar, o bien sin poder hallar trabajo, se pasa los días manchando de escupitajos las aceras, haciéndoles daño a las muchachas, maldiciendo del país con palabrotas (…) Claramente se ve que ni John, ni Tim, ni Tommy, ni Guy pueden ser el héroe de la Guerra. El héroe de la Guerra es el Soldado Desconocido. Es barato y a todos satisface. No hay que darle pensión. No tiene nombre. Ni familia. Ni nada…”

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses