El icónico comandante puede ser la figura civil más presente en la poesía moderna, en todos los idiomas. ¿Podría ser de otro modo? Él mismo quiso ser poeta (alguna vez, inspirado, escribió que Fidel era el “ardiente profeta de la aurora”) pero lo impidió la musa inepta. Aparte de eso, no podía pedírsele más: el revolucionario indetenible, el hombre hermoso, la melena calculada, la boina caladita, la laboriosa pantomima del Cristo porteño al que admiraba.

Existe una antología (Che in verse) que reúne “más de cien poemas de más de cuarenta países”, incluyendo el chino. De muchacho, hace cincuenta años, a mis diecisiete, encontraba emocionante leer poemas al Che, sofocado de ternura y henchido de solidaridad. El de Neruda, desde luego, presidía la ceremonia: la del Che era la “muerte y resurrección de nuestra esperanza enlutada”, una primera del plural que nos abarcaba al repetir que “el silencio se enlutó hasta ahogarnos en el luto cuando moría en las montañas el fuego ilustre de Guevara”, y nos sobresaltaba la paradoja de que hubiesen cobrado la recompensa “aquellos que vino a salvar el comandante asesinado”.

Paradoja esa que estaba también en el poemita de Nicolás Guillén, de fácil memorización y que creo que hasta acabó en balada: “¿No sabes quién es el muerto,/ soldadito boliviano?/ El muerto es el Che Guevara, /y era argentino y cubano”. Y el otro, del mismo Guillén, menos sóngoro: “Rostro de barbas que clarean. Y marfil/ y aceituna en la piel de santo joven./ Firme la voz que ordena sin mandar,/ que manda compañera, ordena amiga,/ tierna y dura de jefe camarada”.

Ah, pero qué hermoso que era. No hace mucho leí, en el libro de Rafael Rojas sobre Fidel, los intelectuales neoyorquinos y la revolución, un fragmento de la “Elegía Che Guevara”, de Allen Ginsberg, que desconocía, en la que aparece el Che como un super héroe justiciero y “sexy”. Ante la consabida foto del cadáver, el poeta mira “un cuerpo reposado de niño angelical”, “un joven femenino imberbe niño/ yacente de espaldas sonriendo hacia arriba/ calmado como si los labios de las mujeres besaran las partes invisibles de su cuerpo”. Y bueno, se entiende que Fidel ordenase después que se le expulsara de la Cuba viril.

Y recuerdo que estaba el poema de Cortázar, y el de Marco Antonio Montes de Oca (“tu muerte, distante y compartida, pasa por la garganta de los niños de Vietnam y de Harlem/ como un gran trago de viento blanco”); y la estrofa en que, en medio de su “Carta a León Felipe” (que se quería tanto con el Che), Octavio Paz propuso que “La muerte del comandante Guevara/ también es ruptura/ no un fin/ Su memoria/ no es una cicatriz/ es una continuidad que se desgarra/ para continuarse”.

Pues sí, pero luego pasan lentos los años “pisando como paquidermos” (como escribie Neruda) y amaina esa idolatría cuando se enteraba uno de que la tierna voz del camarada no se arredraba a la hora de ordenar sin mandar a sus guerrilleros que ajusticiaran traidores o indisciplinados, ni convertirse él mismo en la tierna voz del balazo, cuando ejecutaba en persona con su preferido tiro en la sien (y luego anotarlo en su diario escupuloso con su caligrafía de niño jesuita).

Un escéptico maestro en Monterrey llamó nuestra atención sobre el famoso párrafo en el que el Che urgía a que “el odio implacable a los enemigos” nos transformase en “eficientes máquinas de matar, violentas, selectivas y frías”. Me encontré que Charles Tomlinson, el gran poeta inglés, repugnado por ese mismo párrafo, y por la conversión del matón en centro de la idolatría juvenil, calificó al Che de “caricatura del misticismo” con el que sentimentalizamos la angustia de la Historia.

La encontré de nuevo, ahora en el turbulento Slavoj Zizek, para quien esa “idea” del odio que debe convertirnos en “máquinas de matar” es complementaria de otra esencial para el Che: la de que “el verdadero revolucionario obedece a intensos sentimientos de amor”. Este doble servicio, al maquinal odio helado y al amor tibiecito, juzga el esloveno, sintetiza al curioso Cristo que se fabricó el Che para modelar su vida revolucionaria.

Una vida que acabó en un “ardiente profeta de la aurora” refundado en ropa deportiva…

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