Salimos de Austin, Texas, al mediodía del jueves 21 de diciembre. Recorrimos 378 kilómetros en cuatro horas y llegamos a Laredo al atardecer. Nos metimos a un hotel que está sobre la carretera a 10 cuadras del puente internacional para cruzar hacia Nuevo Laredo, Tamaulipas, al día siguiente, temprano. El hotel estaba llenándose velozmente de “paisanos”, que es como nos llamamos oficialmente los mexicanos que vamos de vacaciones a nuestro país.

Decidimos salir a cenar algo cerca del hotel pero no arrancó el auto. Llamamos al seguro y en 30 minutos llegó una grúa llamada “Gonzalez Towing” con dos señores “hispanic” (que es como se llama a la gente de origen mexicano) muy amables y eficientes. Arrancaron el auto, diagnosticaron muerte cerebral de batería, le tomaron una foto a las placas, me pidieron firmar una pantalla y listo. Cuando les pregunté dónde ir a comprar una batería, me dijeron que al orozón y me dieron un mapita.

En el mapita estaba bien señalado el orozón, que se escribe AutoZone, donde un amable y eficiente señor Chapa instaló una nueva batería a cambio de 150 dólares. Mientras trabajaba, me informó que además de trabajar en el orozón estudia historia de México. En especial a Pancho Villa, a quien llamó un bandido.

La mañana siguiente salimos rumbo a Monterrey. Vimos que la carretera hacia el puente estaba congestionada: cinco carriles inmóviles, llenos de trocas llenas de gente y cargadas de objetos. El Waze dijo que nos tardaríamos dos horas para avanzar 10 cuadras, pero que si nos íbamos por otro puente era nomás una hora. Fuimos al otro puente. Al cruzar, el hijito, como siempre, celebró el instante en el que la línea divisoria nos pone en países diferentes. Abajo, el río Bravo arrastraba de mala gana su corriente verdosa.

Al salir del puente vimos un lugar enorme con un letrero: IMPORTACIÓN TEMPORAL DE VEHÍCULOS. Cientos de trocas de paisanos tratando de meterse a un corralón, rodeados de cientos de coyotes especialistas en apresurar el trámite. (Nosotros no, porque lo habíamos hecho en el eficiente consulado en Austin.) Una ciudad flotante con miles de habitantes cautivos cuyo destino acaba en una ventanilla y un sello.

En la carretera, cientos de trocas con placas de Michigan, Illinois, Oklahoma, van cargadas con lavadoras, bicicletas, televisiones, cajas de detergente. Al salir de una curva, el enfriador: los dos carriles detenidos hasta el lejano horizonte. ¿Un accidente? ¿Un bloqueo? No: la caseta de cobro. Nos toma dos horas recorrer los 10 kilómetros previos a esa caseta donde se pagan 238 pesos a una cosa llamada CAPUFE. La misión de esta CAPUFE es cerrar la carretera para que los viajeros le paguen 238 pesos como agradecimiento por haber pasado dos horas mirando a otros cautivos, así como la flora de huizaches y la fauna de zopilotes.

Treinta kilómetros después hay otro bloqueo. ¿Será otro CAPUFE? No. Luego de 30 minutos de cola vemos que dos patrullas de la Policía Federal de Caminos cancelaron un carril para escoger a cuáles paisanos acusar de algún ilícito, decirles “mi estimado” y extraerles su navidad o su aguinaldo, lo que ocurra primero.

Por fin en Monterrey. Los últimos 20 kilómetros nos toman 90 minutos. Esta vez no hay CAPUFE ni Policía de Caminos ni nada. Hay avenidas que se llaman “José López Portillo” y “Fidel Velázquez” (es en serio) que tienen cuatro carriles y luego sólo dos, y luego tres y de pronto cinco y otra vez dos, y así. Y semáforos en los que hay 10 mil automotores esperando que no cruce nadie. Pero llegamos: siete horas para recorrer 215 kilómetros.

De regreso nos tomó dos horas y media recorrer los últimos tres kilómetros antes de la frontera. Lo bueno es que hay vendedores ambulantes que venden crucifijo grande, virgen de Guadalupe mediana, frituras anaranjadas con su chilito y aguas frescas de diferentes denominaciones. Y que si uno quiere mear, quienes viven junto al camino cobra 15 pesos por mear en un hoyo que tienen. La cola dura 10 minutos.

¿Volveremos a hacer ese viaje? Seguro. México es fascinante.

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