Por cumplirse 100 años de su muerte celebramos a Amado Nervo, gran poeta mediano, aquel cuyo “estro” —como se decía entonces— le aportó a los hispanoparlantes del debut del XX la partitura primaria para entonar amores, practicar afinadamente el desconsuelo, solfear la eficiencia moral y canturrear azucaradamente entre los callejones del eterno barrio sentimental.

Ya la semana pasada en Confabulario, el suplemento cultural de EL UNIVERSAL, Christopher Domínguez Michael aportó muy bien en su ensayo “Situación de Amado Nervo, otra vez” (googleable), la perentoria revisión que merece esa superestrella en la pequeña galaxia de nuestros clásicos caseros. Agrega Domínguez a un perfecto marco referencial (de Tolstoi al positivismo mexicano) su propia evaluación crítica y revisa las previas revisiones: los muchos Nervos que en el mundo han sido, de Alfonso Reyes a José Luis Martínez, de Ortiz de Montellano a José Emilio Pacheco… Es lo mejor que he leído sobre Nervo en estos días tributarios.

Celebro también que haya registrado Domínguez Michael algo que muchos otros callan o ignoran: el eficiente celo con que desde hace años Gustavo Jiménez Aguirre y su equipo, investigadores del Centro de Estudios Literarios de la UNAM, han acometido la Poesía reunida del nayarita, dos volúmenes definitivos, núcleo de la edición crítica de la totalidad de sus obras (narrativa, periodismo), cuyo registro han aumentado hurgando en las hemerotecas de provincia. Aguirre es además, por cierto, instigador de formidables páginas de Internet (una de ellas es, precisamente, amadonervo.net) pioneras en México de este feliz maridaje entre las letras, la investigación y la tecnología.

La efeméride me llevó a releer un poco… Escribe Domínguez que “hablar mal de Nervo es tan anticuado como Amado Nervo”. Tiene razón. Una doble negativa que no deja de suscitar un positivo, ese del que da cuenta su repaso. Sí, Nervo es ese tío inevitable, amable y levemente embarazoso, algo estirado y solemne, a quien naturalmente otorgamos todas las concesiones. Y sin embargo, en la relectura, esa simpatía no logra graduarse a asombro ni, por tanto, a necesidad.

La poesía mexicana del siglo XIX me resulta difícil de visitar si no es por la puerta inhóspita de la obligación académica. Del consenso que enumera como padres fundadores a Díaz Mirón, a Othón, a Gutiérrez Nájera y a Nervo, es Othón al único que visito con el gozo de quien comprueba una ciudad bien conocida y por tanto insospechada. El mérito de los otros es, si acaso, haberle desbrozado la vereda a López Velarde y a José Juan Tablada, los verdaderos padres de nuestra poesía moderna, como argumentaron los Contemporáneos. ¿Pero podrían haberlo sido sin esa previa genealogía?

Con altanera soberbia juvenil, Jorge Cuesta les asestó una descalificación brutal en la Antología de la poesía mexicana moderna de 1928: “Ellos  fueron  quienes hicieron definitivamente a la  poesía  sensible, tierna y plañidera; ellos fueron quienes hicieron a la naturaleza histórica y a la historia fantasmagóricamente novelesca, y elaboraron una conmovedora y burguesa poesía cívica. Es imposible negar que algunas de sus obras poseen méritos; pero son de las que escapan a su verdadera inclinación;  inclinación  que se reconoce en los dos más prestigiosos poetas del movimiento: Gutiérrez Nájera y Amado Nervo, que son dos tristes, melancólicos, apesadumbrados, neurálgicos y pésimos poetas”.

El joven Octavio Paz fue menos calificativo, pero no menos tajante. Nervo, escribe en 1950, careció del espíritu de innovación propio del modernismo y se quedó en la superficialidad, y cuando decidió desnudarse lo único que logró fue “un simple cambio de ropajes: el traje simbolista —que le iba bien— es substituido por el gabán del pensador religioso. La poesía perdió con el cambio, sin que ganara la religión o la moral”. Años después, lamentaría haber escrito esas “frases desdeñosas”…

Es inevitable sentir cierta impaciencia ante los dedos que siempre son “marfileños”, que toda belleza sea “rara” y todo enigma “misterioso”, y encima las cantidades de llanto, y la agobiante moralina…

Y sin embargo, qué curiosa eficiencia para redactar el abecedario del sentimentalismo nacional y sus representaciones, la materia prima que va de los evangelistas de Santo Domingo al baladista de moda; el gran catálogo de los buenos modales amorosos y de las normas morales, envueltos en una estética tan intensamente turrón y paspartú, que retrata no al alma nacional, sino a sus fantasías.

En una famosa fantasía que publicó José Emilio Pacheco, hablan dos fantasmas. Uno de ellos, Nervo, dice al otro “quise escribir para todos”, y el otro, que es López Velarde, le responde: “Y terminó por escribir para nadie…”

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