“Cada vez que te empeñes en llevar civilización y progreso a un pueblo primitivo acabarás derrotado, desquiciado o asesinado. Cuando le ofreces tu consejo más fino a un gorila acabarás estrangulado por sus manos colosales.” Este fue el primer pensamiento que se activó en mi mente luego de la lectura de uno de los relatos más célebres de Joseph Conrad: Una avanzada del progreso (editorial Sexto Piso). Después retrocedí y me dije: “No, Kayerts y Carlier eran dos empleados asignados a una estación de comercio a orillas de un río africano, se consideraban superiores a los nativos, pero terminaron peleando mortalmente entre sí. Y apenas si leían libros, tanto que cuando Kayerts se encuentra con algunas novelas dejadas en la estación por el antiguo encargado de la estación, dice, con los ojos hundidos en lágrimas: ‘Es un libro extraordinario, no tenía ni idea de que hubiera gente tan lista en este mundo‘.” Y ellos, kayerts y Carlier eran quienes, por azar del destino, llevarían progreso a un mundo desvalido y pagano. Estaban seguros de que el comercio traería consigo la civilización. Tal parecía ser el orden del mundo. Y no fue así: el comercio en sí y el tráfico de colmillos de elefante acarreó estupidez y desgracia, muerte y destrucción en esa zona del mundo. ¿Quién no quiere progresar? Allí está el precio, y quizás después de la desgracia emergerá la tranquilidad o la prudencia. Un comerciante rico puede mostrar su opulencia de una forma muy sencilla, en lo ostentoso del vestido, las propiedades y el número de palafreneros que su mano es capaz de mover. Sin embargo, si ha expulsado de su vida los libros y el conocimiento que aflora en ellos, nos dará la impresión, a algunos, de que anda en taparrabos. ¿A cuánto millonario no he conocido vestido apenas intelectualmente por unos calzones de manta? ¡Ay con la civilización basada en el puro comercio y tráfico de bienes materiales! No deja de atormentarme saber que las riendas del progreso son llevadas por individuos en taparrabos, coas y lanzas de bambú.

Se me ocurre que un acto civilizatorio sería que los candidatos políticos de cualquier tipo nos evitaran el dolor atroz de sus campañas, que se marcharan a discutir entre ellos durante semanas o meses en algún lugar remoto: la sierra, las orillas de un volcán, las profusas arboledas (como barones rampantes de Calvino); y una vez que acordaran, conversaran y se volvieran un poco más civilizados entonces regresaran y en un rato o “de tres patadas” se dedicaran a exponernos sencillamente sus conclusiones y propuestas para procurar nuestro bien (no en vano son los “elegidos”). Sé que ello no es posible, pero un acto así nos llenaría de regocijo y esperanza. ¿O en el exilio de la discusión terminarían matándose entre sí como Kayerts y Carlier? Entonces sería mejor que no volvieran, que se estrangularan en la lejanía y nos evitaran su encono y testarudez. Yo creo, como lo expuso hace tanto tiempo Giovanni Battista Vico (1668-1744) que los unos afectan a los otros y que a raíz de tal influencia los seres humanos construyen valores de forma natural con el propósito de comprenderse y vivir vidas menos ruines y bandoleras. Para ello —hoy en el siglo XXI— las personas nos valemos del conocimiento de otras culturas y posturas morales; sea a través de libros, viajes, curiosidad, Google, revistas o charlando con los vecinos. Vico le otorgaba un gran valor a la imaginación y al conocimiento de lo diferente a la hora de ponerse de acuerdo para echar a andar las leyes (siempre a un paso de reformarse y mejorar). Para él, incluso las matemáticas resultaban arbitrarias. Es decir, las matemáticas eran, en opinión de Vico, la conclusión de una investigación imaginativa humana, no hechos de valor universal carentes de testigo.

En los asuntos humanos no hay normalidad a la vista, sino un conjunto de honduras, montañas, valles y barrancos que salvamos como podemos. “Si es absurdo entonces es verdadero”, rezaba Tertuliano (a quien la Iglesia no quiso canonizar porque era medio punk). Y en estas lides de la competencia política casi todo es absurdo y, por lo tanto, se nos impone como la más amarga verdad. La dignidad —que viene mucho al caso en sociedades, como la nuestra, engañadas y formadas por votantes desinformados— es un concepto, una palabra que pocos comprenden, pero que experimentan al ser humillados y sobajados por la patanería de quienes los desprecian. En México la humillación y el menosprecio se practican más que el futbol. Y convierten la atmósfera civil en una cámara de gases tan efectiva como las que echó a funcionar el hombre nacido en Braunau. Luis Muñoz, en compañía de Enrique Camacho Beltrán, acaba de reunir a un grupo de estudiosos para profundizar en el concepto de dignidad (Dignidad y culturas; UNAM, 2017). Es una lástima que mientras la basura literaria y política prolifera y se expande en miles de ejemplares, estos libros tengan apenas un tiraje de 500 copias. Así están las cosas y no cambiarán, como lo sabía Conrad. El postre en una cena con cualquiera de los candidatos políticos actuales es mucho más caro que los libros que en realidad nos abren camino. Que les vaya bien a todos, habitantes de ingenuolandia. Yo ya me fui.

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