Cuando escucho el nombre o noticias de un autor, artista o personaje de moda que se cita de forma constante en los medios de inmediato tomo distancia. ¿Por qué? Lo hago con el propósito de mantenerme saludable. La obesidad causada por el exceso de novedades y la celebridad instantánea llegan a provocar daños irreparables en la mente, o en la capacidad de razonar y de encontrar motivos o alicientes para pensar o vivir de manera amable al menos. Poco tiene que ver la gula o ansiedad informativa con la satisfacción de la curiosidad y del ánimo crítico tan necesarios en la formación de cualquier ser respetable y digno de ser mirado o apreciado por sus contemporáneos. El jueves pasado, cerca de media noche, tuvo lugar un hecho poco común o extraordinario: un temblor o sismo de gran intensidad: “conmovedor” en el peor sentido de la palabra. Tal evento acaeció mientras yo gozaba de la única posición capaz de equilibrar las recurrentes tropelías del ser humano: la posición horizontal. Ya les he dicho que los bípedos implumes causan hoy en día más mal que bien, y no podremos evitarlo sino en minúsculas dosis o a través de acciones humildes y personales. Por más que nos esforcemos para transformar nuestro “mundo” éste continuará su marcha desbocada, furiosa e irremediable: les suplico, señores revolucionarios ilusos, que se rindan y que dediquen sus días a practicar la resignación inteligente o se concentren en el cultivo de la imaginación lúdica o filosófica la cual, no obstante su humildad, les ofrecerá algunos momentos de placer modesto, aunque valioso a la hora justificar su existencia en esta tierra salvaje en que los tuertos se tornaron cíclopes que gobiernan, roban o delinquen sin mayor castigo, pues son inmunes al desprestigio y al escarnio. ¿Se han percatado que los peores políticos nunca se marchan? Se acurrucan, disimulan y se hacen bolita en un rincón y de pronto aparecen otra vez para atropellarnos con su rostro insoportable.

¿Cómo es posible vivir sin la posibilidad de renunciar a todo? En fin, el sismo del jueves pasado fue de tal envergadura que mi pareja y yo descendimos los tres pisos que nos separaban de la planta baja y seguimos el protocolo regido por un instinto que no admite réplicas. Algunos de mis queridos vecinos salieron a la calle mientras que yo tomé el camino hacia la explanada del estacionamiento y me ubiqué en un punto en el que tenía dominio visual de todo mi alrededor. Hasta en las desgracias tomo el camino del solitario. ¿No ha sido tal la constante de mis recientes tres lustros? Se me ocurre que por ello dejé de ser solicitado en los más importantes encuentros literarios (esos mítines insulsos donde por lo general la literatura es la única ausente) a los que antes no cesaban de invitarme. Sin afán de encarnar en el héroe romántico me imagino que dicho desprecio se halla más que justificado puesto que es evidente que mi instinto me hace correr en sentido contrario a la aglomeración y a escapar de la política que reduce al escritor a un ser domado, ávido de reconocimiento y ansioso de ofrecer sus palabras al mundo; tales placeres me son ajenos, si bien no considero mal a quienes los cultivan. Aplaudo su capacidad exhibicionista y su afán comunicativo. (Hoy me ha dado por respetar a casi todas las personas, aunque difícilmente espere algo edificante de ellas: finalmente me he convertido en un hombre respetuoso). Me arrepiento de no haber logrado mantener en el pasado un mínimo control sobre mi desagradable conducta y de haber cancelado o desistido en último momento de las invitaciones que amablemente me hicieron a Nueva York, Puerto Rico, Guatemala, China, La India y a algunas otras reuniones literarias en otros países. No estaba yo preparado para hacerme de una mínima celebridad, pues si uno tuviera que entrenarse para tan importante elogio primero debería suicidarse en más de un sentido. Como les he confesado yo le tengo un miedo colosal al suicidio, que no a la muerte irreparable, bienvenida y siempre totalmente justa (no hay manera de demostrar lo contrario: que la muerte per se es injusta). Todo esto sucedió en el transcurrir de mis años salvajes, cuando era necesario no sólo escribir, sino ofender, rebelarse y no sentirse atrapado por ningún protocolo que se mostrara en contra de mi instinto de supervivencia intelectual o literaria. En cambio debería usted haberme visto el jueves bajar las escaleras de mi edificio durante el meneo telúrico: ¡Un bulto abúlico que buscaba cobijo e intentaba mantenerse con vida! ¿Para qué tan oprobioso numerito? Ya lo veremos. Y no obstante la raquítica sombra moral que el jueves por la noche descendía las escaleras para ponerse a salvo y continuar su camino, algún provecho debió haber provocado tan ridícula peripecia. Hoy sé que mis desplantes, mal comportamiento e indecencias practicadas a lo largo de mis años salvajes tuvieron mucho sentido: tanto que mi curiosidad intelectual se ha mantenido intacta y mi intuición me llevó a encontrar un buen refugio para sobrevivir a los posibles desastres que un sismo de tal intensidad podría haber causado.

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